“Hay libros que dibujan el presente, cuando hablan del pasado”
¿Cuál es nuestro grado de complicidad con el mundo que nos rodea? ¿Qué hemos hecho para cambiarlo? Las preguntas que solía hacerse Andrés Rivera y con las que interpelaba a sus lectores no han perdido vigencia. El autor de La revolución es un sueño eterno, entre otras novelas que tomaron como punto de partida la Historia nacional, reconstruyó el pasado como una forma de desarmar las representaciones cristalizadas y de situar los conflictos del presente y la reflexión política sobre la literatura.
Nació como Marcos Ribak en 1928, hijo de inmigrantes judíos radicados en la ciudad de Buenos Aires, y falleció en 2016 en Córdoba, a la que eligió como exilio y residencia en el último período de su vida. El padre, militante comunista, era delegado en el gremio del vestido; la madre había sobrevivido a los pogromos del ejército zarista en Proskurov (hoy Jmelnitski), Ucrania. Si por un lado heredó la ideología de izquierda, por el otro recibió un ejemplo de que la ficción podía ser un arma contra el poder: Rivera contaba que la abuela materna había salvado a sus hijos diciéndole a los represores que estaban enfermos de tifus y podían contagiarlos.
Las primeras influencias no provinieron tanto de los libros como de las reuniones que el padre organizaba con otros militantes en el inquilinato de Villa Crespo, donde vivían. Los obreros se reunían los sábados a la tarde para hacer lecturas y formarse. Eso le dejó una marca y una idea del obrero como una persona íntegra, que quiere cambiar el mundo, dice Alberto Díaz, editor de Rivera en el sello Seix Barral.
Andrés Rivera fue el seudónimo que eligió en principio para firmar artículos en periódicos del Partido Comunista, al que se afilió en 1945. En su primera novela, El precio, reelaboró su experiencia como obrero textil en una fábrica de Villa Lynch. Los trabajadores de la empresa, todos peronistas según su recuerdo, lo eligieron como delegado y en ese carácter, cuando la llamada revolución libertadora derrocó a Perón, fue al gremio para pedir armas con las que resistir el golpe y me encontré con las puertas cerradas.
Pero más que su militancia fue la ruptura con el PC lo que incidió en su visión del mundo y de los procesos revolucionarios. Expulsado en 1964 como resultado de una de las periódicas purgas de la organización, tiene la certeza de que la sociedad no está a las puertas de la revolución como afirma el partido y percibe en la revuelta de aquellos años los primeros signos de la derrota, un tema que recorrerá de manera insistente sus libros posteriores, analiza Díaz.
Rivera se integró a Vanguardia Comunista, corriente de pensamiento maoísta que atrajo a otros expulsados del viejo PC. Conoció entonces a Susana Fiorito, una de las fundadoras del Movimiento de Liberación Nacional en la década anterior, y juntos se trasladaron a la ciudad de Córdoba, donde tomaron contacto con los sindicatos clasistas Sitrac-Sitram y editaron prensa gremial hasta principios de los años 70.
Esa experiencia explica en parte el regreso a la provincia después de la dictadura militar, en el contexto del menemismo. Rivera y Susana Fiorito vuelven a Córdoba con la imagen que se habían llevado antes del golpe militar de 1976: la ciudad revolucionaria, los obreros movilizados. Y se instalan en Bella Vista, un barrio con el que habían tenido relación, dice el editor y ensayista Carlos Gazzera. Pero el presente los enfrentó con otros protagonistas y nuevos desafíos, de los que también se nutrió la obra literaria.
Pasado y presente
En los años 70, cuando se distanció de la militancia activa para dedicarse con más tiempo a la literatura, Rivera comenzó a desplegar una obra narrativa sostenida en una vertiente autobiográfica y en la exploración del pasado nacional. No se trataba de revisar la Historia sino de hacer un examen, decía, como un modo de resaltar la falta de crítica sobre los procesos y sus protagonistas.
Las referencias a la saga familiar y a la Historia argentina en su obra no le hicieron perder de vista la orientación con respecto a sus propósitos: Hay libros que dibujan el presente, cuando hablan del pasado, advirtió Rivera en Para ellos, el Paraíso (2002).
El período del rosismo fue el marco de En esta dulce tierra (1984) y la Revolución de Mayo el tema de La revolución es un sueño eterno (1987), su consagración como narrador. En la segunda novela, me metí a convertir a Juan José Castelli en nuestro contemporáneo, dijo Rivera y reelaboró la voz del personaje histórico como luego hizo con la de Juan Manuel de Rosas en El farmer (1996) y el general Paz en Ese manco Paz (2002).
Rivera cultivó un estilo definido por la brevedad y la precisión. En principio influida por la narrativa norteamericana, su escritura incorporó la preocupación por el ritmo y la economía de la expresión, condensada en la idea de que lo que se puede escribir en dos líneas no hay que escribirlo en diez, porque las ocho restantes son grasa.
En sus narraciones no hay un juego literario de ficción que altere los hechos históricos, afirma Alberto Díaz. Al mismo tiempo, Rivera imagina la voz de sus personajes y al elaborar sus reflexiones y sus circunstancias cotidianas hace que sus palabras resuenen en el presente. ¿Qué revolución compensará las penas de los hombres?, se pregunta Castelli, en el cierre de La revolución de un sueño eterno, y el interrogante está dirigido al futuro.
A partir de que el descubrimiento de que Castelli, llamado el orador de la Revolución, había muerto de un cáncer de lengua, Rivera concibió una novela que plantea una interrogación sobre el poder y la revolución desde la intimidad imaginaria del personaje histórico. Rivera pone en la voz de Castelli interrogantes que no tienen respuesta y se proyectan sobre la historia contemporánea: ¿Qué nos faltó para que la utopía venciera a la realidad? ¿Qué derrotó a la utopía?
En esa línea El farmer es un libro sobre el poder, agrega Alberto Díaz: Más que la biografía de Rosas en el exilio, o del general Paz después, le interesó una temática que le permitiera opinar sobre la realidad argentina a partir de personajes reconocidos por la Historia. Rosas queda bastante bien parado desde su mirada y le hace decir que en este país no va a ocurrir nunca la Revolución porque los hombres andan a caballo, eso le encantó a Andrés.
Castelli, el orador de Mayo, piensa en el intransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. La cita de La Revolución… es importante para evitar un malentendido respecto a Rivera: la insistente tematización de la derrota y su distanciamiento cada vez más pronunciado respecto de cualquier encuadramiento partidario no implicaron la resignación o la indiferencia hacia los problemas sociales sino, al contrario, la búsqueda de elementos para profundizar la reflexión y renovar la apuesta por los propios valores y los frutos de su paciente solidaridad como escribió de su alter ego Arturo Reedson.
Un arte de la incomodidad
La fundación de la Biblioteca Popular de Bella Vista, en Córdoba, fue una expresión de esa búsqueda. Rivera y Fiorito tenían la idea de que la biblioteca debía ser un centro cultural dirigido a los obreros y a los vecinos del barrio. Pensaban el trabajo cultural como parte de la transformación social, señala Carlos Gazzera, director de la Editorial Universitaria de Villa María (Eduvim).
El panorama de los años 90 no permitía hacerse demasiadas expectativas. En ese momento Bella Vista tiene desocupación y delincuencia, y empieza a aparecer la droga. Pero los que entran a la biblioteca son los pibes, los hijos y los nietos de esa clase social que ellos querían alfabetizar, agrega Gazzera.
El pasado permitía enfocar bajo una nueva luz el presente, y al mismo tiempo la actualidad redescubría las figuras históricas. Rivera detectó como pocos en el menemismo los efectos de la pobreza estructural, destaca Gazzera. Estaba convencido de que así como los oligarcas del siglo XIX, los que habían fundado el país, eran hombres cultos, los burgueses de hoy eran personas groseras e incultas, agrega Díaz.
Esa perspectiva se encuentra ya en El amigo de Baudelaire (1991), ambientada hacia fines del siglo XIX. El narrador y protagonista, Saúl Bedoya, es un juez terrateniente que representa a la clase burguesa en la coyuntura de la organización nacional bajo el modelo neoliberal. Educado en París, cultiva un perfil intelectual que le permite reflexionar sobre su época.
Pero las condiciones intelectuales no eximen a los personajes de las implicancias de la clase social, en la mirada de Rivera. En La sierva (1992), retoma el personaje de Bedoya ahora desde el punto de vista de una mujer, a la que absolvió de un crimen al precio de convertirla en su amante clandestina: la sexualidad aparece como humillación y sometimiento del otro, como ejercicio de poder sobre el cuerpo de otro.
De los protagonistas de la Historia nacional Rivera pasó a los personajes anónimos que surgían de la trama de violencia, desempleo y exclusión que conformó el neoliberalismo. En los cuentos de Cría de asesinos (2004) compuso un retrato de la sociedad del presente a la luz de los efectos sociales de la última dictadura militar.
Rivera expone una línea de continuidad entre el terrorismo de Estado y la violencia asociada al robo miserable y el consumo de drogas. El elemento en común es la ausencia de ley y está condensado en la figura del padre de Daiana y Lucas, los jóvenes protagonistas de Cría de asesinos: un policía que integró el aparató represivo, formado en las prácticas de la represión ilegal.
Lucas y Daiana viven de acto en acto, sin posibilidad de pensamiento ni de comprensión sobre los hechos. El lenguaje y el diálogo son para ellos el poder de los otros, el arma con que pueden ser derrotados. Y sus oponentes están representados por Arturo Reedson, el hombre viejo, un sindicalista incorruptible contra el que atentan en Esto por ahora (2005) y finalmente asesinan en Punto final (2006)
Estos personajes ya no son obreros, no van a conocer el mundo del trabajo -señala Alberto Díaz-. Es un poco lo que pasa con algunos personajes que vemos hoy: son fascistas sin saber que lo son. Lucas y Daiana eran una actualización de su literatura y un reflejo de la nueva realidad social argentina.
Carlos Gazzera remite esa visión a otra rama del árbol familiar de Rivera, igualmente determinante en sus posiciones y actual. Tiene que ver con las charlas que recordaba con un tío materno, de origen ruso, un obrero calificado y sin familia que lo llevaba al Teatro del Pueblo, al cine y le regalaba libros. Más miedo que a la riqueza había que tenerle a la pobreza, le dijo ese tío, porque la pobreza era la fuente de creación de fascistas y las condiciones sociales por sí mismas no eran factores de revolución sino todo lo contrario.
Rivera detestaba el rótulo de la novela histórica para su narrativa. Nada más alejado de su escritura que la recreación de los acontecimientos o la discusión sobre la objetividad de los historiadores. La vigencia de su literatura y de las preguntas incómodas que planteó tampoco surge de un carácter profético sino de una obra que tendió a romper certidumbres y reabrir integrantes contra las corrientes bien pensantes de cualquier signo. La Argentina contada fue para él también, y acaso sobre todo, la Argentina por contar.