Escritor, periodista y traductor con más de medio siglo de trayectoria, Elvio E. Gandolfo es un referente en la literatura argentina contemporánea y el periodismo cultural. Nacido en San Rafael, Mendoza, en 1947, su historia de vida transcurre entre las ciudades de Rosario, Buenos Aires y Montevideo, donde reside. Este año publicó la novela Un error de Ludueña (Tusquets) y reunió su obra poética en Tengo ganas de risas raquel (Eduner), y continúa al pie del cañón periodístico, aunque diga que ha mermado el ritmo de su producción.
En Rosario, editó con su padre, el poeta e imprentero Francisco Gandolfo, El lagrimal trifurca (1968-1974), un hito en las publicaciones culturales de la Argentina y en particular de las provincias, redescubierta en Buenos Aires desde la reedición que publicó la Biblioteca Nacional. Gandolfo agradece los reconocimientos sin dejar de señalar "las roscas porteñas" y sobre todo su fastidio por "el control casi total que tiene Buenos Aires sobre la Argentina".
A principios de diciembre Gandolfo visitó Buenos Aires por primera vez después de la pandemia. "La sensación rara que me da la Argentina desde hace unos años, en la vida política, es la de una serie de obras de teatro independiente entrelazadas, donde nadie dice la verdad -afirma-. Podés confiar en algunos periodistas que se manejan con seriedad con los datos, pero no en la mayoría de los medios. Cada medio está marcado, ya sabés qué va a decir de cada tema".
-Desde Montevideo, seguís escribiendo para medios argentinos. ¿Cómo se plantea ahora tu trabajo?
-Es una cosa que se va distanciando. Cuando cumplí 70 entré en otra zona de mi vida. Pensaba llegar a los cien, pero me dije "no, llegué a los 70, hay un montón de escritores que se murieron antes de esa edad". Amigos, inclusive: Levrero, Fogwill. Cuando este año llegué a los 75, me dije: "ahora le gané a Juan Martini", que falleció a esa edad. Le pido a la Virgen que conserve con buena salud a dos tipos cercanos a mí en edad, que son Stephen King y César Aira, porque te comunican dinamismo si están vivos. El otro referente muy cercano, con el que tenemos muchas diferencias pero nos llevamos muy bien y hace mucho tiempo vive en España, es el gallego Marcial Souto. Durante la pandemia hubo mucha gente de mi edad que murió. Jorge Lafforgue murió a los 80 y pico, como se debe: era mi mejor amigo en Buenos Aires.
-¿Cuando llegaste a los 70 bajaste el ritmo de producción?
-Sí, pasó que antes he trabajado como una bestia. Me he dado cuenta por listas antiguas que he visto de cuando no había computadora. Traducía tres o cuatro libros por año, una demencia. A su vez en ese momento reciente ya me había jubilado en el diario El País, y entre la jubilación, la edad, y el embole que tenés con la dirección hacia dónde va la sociedad en general (y en el mundo en general, no solo en Argentina) no me cuesta mucho hacer fiaca. No me interesa un pepino esa dirección, la veo totalmente ciega a los peligros en que se está metiendo. Leo muchísimo menos, y a esta edad te volvés más lento, demorás una semana en leer un libro medianamente largo. A su vez empleás más tiempo en contemplar lo que te rodea, desde la naturaleza hasta cómo funciona todo tipo de cosas.
-¿Cómo ves el periodismo cultural, después de tantos años de trabajo en el ambiente?
-Raro. Lo que sale cumple ciertos criterios profesionales de información y de objetividad. Me refiero a la revista Ñ y a la parte de bibliográficas que dirige Pedro Rey en el suplemento Ideas, de La Nación, o al suplemento Radar. Son como a la antigua, ¿no? Pero hay un deterioro de la gente de calidad que se dedica a ese trabajo. En Facebook me pidió amistad Julio Orione, un viejo periodista que yo leía cuando escribía sobre ciencia, hace muchos años. Y es muy cómico, yo tengo mis locuras y él tiene las suyas.
-¿Locuras en relación al periodismo?
-No, respecto a la posición en general. Él es completamente antiperonista, pero a mí esas cuestiones no me ponen loco. Me divierten. Obviamente que se defiende bien. Por ejemplo, Orione no puede tolerar que la gente no tenga teléfono fijo, los llama bárbaros. Obviamente, él usa celular. Yo no, nunca tuve. Usás celular y entra una avalancha de cosas de inmediato, que tienden a inmovilizarte. Creo que el objetivo inconsciente que tiene el sistema -haciendo tu factura, eligiendo todo el tiempo entre mil opciones- es que estés tan ocupado que no tengas un minuto para otra cosa que no sea el consumo. Parafraseando a Cortázar en el libro de los cronopios: no te regalan un celular, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del celular. No leas, comprá libros, sería otro mensaje. No por nada las dictaduras de cualquier signo lo primero que combaten son los libros y el arte. Si hay eso te estás liberando, ocupás la cabeza en otra cosa.
-Este año publicaste dos libros. Uno en un grupo multinacional con sede en Buenos Aires, otro en una editorial universitaria de Entre Ríos. ¿Cómo ves la disyuntiva entre grupos editoriales y sellos independientes?
-No la veo tan A y B, como que las multinacionales sean malas y las independientes buenas. He tenido experiencias buenas y experiencias muy malas con las dos. En las grandes, puede haber muy buenos editores, como Paola Lucantis, por ejemplo. Además si tenés malas experiencias con una independiente tampoco podés discutir mucho porque antes tenés que desmontar esa idea automática, lo cual lleva mucho tiempo. Además me parece que no tiene arreglo. En Argentina no podés arreglar nada en menos de treinta años. El país en sí, para la gente, ya sean futbolistas, creadores o gente común, es muy cansador. Argentina es como Superman, tiene todos los superpoderes, pero en vez de volar se estrella contra una pared metódicamente. A su vez, en mi caso se me ha acentuado una cosa que ya tenía en la época de Rosario, hasta los 22 años, y es que me fastidia mucho el control casi total que tiene Buenos Aires sobre la Argentina. Obviamente tengo amigos de primera en Buenos Aires, pero no me cae bien para nada cómo se maneja tanto el presente como la historia desde Buenos Aires. En muchas cosas se mueven roscas porteñas: sin eso no podés actuar en política, o aspirar a un premio nacional, por ejemplo. El que despejó eso un poco con información fue Fogwill, pero me cansa el cero apoyo, real, que hay en Buenos Aires concretamente como ciudad grande única. No en los barrios, los barrios son micro-ciudades que funcionan por sí mismos. Hay un viejo cuento de J. G. Ballard en el que un tipo está en una ciudad gigantesca y decide ir hasta el límite: viaja, viaja y nunca llega, por lo que al final se vuelve. Buenos Aires me da esa sensación. Hay cosas que aparecen y desaparecen ridículamente. Y es más lo que se olvida que lo que se recuerda. Hace poco vi una vieja serie del canal Encuentro sobre Borges, excepcional, colgada en Youtube. La conducía Claudia Piñeiro y mostraba un laberinto dedicado a Borges en Mendoza, en San Rafael, la ciudad donde nací y que pude finalmente ver por tv, porque nunca viajé de vuelta. La finca pertenecía a Susana Bombal y el laberinto fue construido como un homenaje por su sobrino nieto (Camilo Aldao). El armado de los capítulos es ingenioso, con distintos invitados, y la que influyó más, según me dijo Claudia Piñeiro cuando la llamé para felicitarla, fue Patricia Kolesnicov, que hizo la producción.
-¿Qué se puede hacer contra la rosca porteña?
-Se tiene que derrumbar por sí misma o seguir para siempre. No podés luchar contra una tormenta gigante y tan antigua, que empieza con la propia existencia del país, al comienzo del siglo XIX y tiene su éxtasis de realización en los años 80 del mismo siglo. Hay otros ejemplos bruscos: para mí Trump dejó herido de muerte a EEUU, en particular con la invasión del Congreso. Los norteamericanos no sabían qué era la inflación desde el final de la Segunda Guerra Mundial, hasta ahora. A su vez ¿quién ganó las elecciones?: un tipo que se cae sobre el micrófono porque está casi muerto. Es muy raro eso. Y todos actúan como si las cosas estuvieran ok, como si hubiera un gran presidente demócrata y no un viejo senil al que le quedan viejos reflejos: hacer una guerra, por ejemplo.
-Por otra parte, desde Buenos Aires hay cierta idealización de Uruguay. ¿Cómo lo ves?
-A mi juicio no existe ningún país ideal en el mundo, ninguno. Decir "esto no ocurre en EEUU" es una estupidez. Acá en Uruguay hay ahora un caso complejo con el custodio del presidente, que se llama Alejandro Astesiano (N. de R.: acusado de tráfico de influencias en favor de narcos). El verbo favorito de los que hablan sobre cualquier cosa es "lo estamos evaluando". Patear para adelante es una actividad favorita: si alguien no habla de un problema, no existe; si alguien abre la boca, neguémoslo; y en todo caso, bajo presión extrema, digamos que sí. Hay un manejo distinto que en la Argentina, el extremo opuesto: Uruguay es totalmente institucional. En Argentina se ha caído del todo la confianza en los jueces, no existe; en Uruguay si un tema entra en la órbita de la Justicia nadie dice nada hasta que sale un fallo. Aunque también han aumentado las filtraciones de los casos todavía en desarrollo. Cuando pasás la trastienda de lo obvio, la gente en Uruguay suele vivir tan hinchada las pelotas como en Argentina: ellos mismos son los más críticos del país, al menos con Montevideo. Y también los que evalúan y aceptan totalmente la tranquilidad, y la cantidad inmensa de playas, el paisaje. Igual reconocés que es un país más manejable, ha tomado algunas decisiones clave e importantes para evitar en el futuro algo como la repercusión tan inmediata de la crisis de 2001 de Argentina. Y se dan las contradicciones de siempre: es el país más caro de América Latina, por lejos, y el dólar es la evidencia de la diferencia. El dólar está más barato que hace unos cuantos años en Uruguay (por lo cual pierden competitividad para importar, según se quejaron hace poco unos cuantos empresarios) y en Argentina no sabés adónde va, pero aumenta sin parar, tipo globo aerostático.
-Desde hace un tiempo hay una reivindicación de El lagrimal trifurca, una experiencia cultural realizada fuera de Buenos Aires. Con el tiempo, se profundiza su importancia.
-Sí. A esta altura de la vida, pienso mucho en el pasado. Además hay algo raro, retrocedés, y creo que llegás a la infancia cuando te morís, cerrando un círculo. Por ejemplo en este momento ya he repasado varias etapas de mi vida con distintos temas: trabajos, mujeres, etcétera y ves que las decisiones que tomaste formaron el presente. Y eso está bien, está correcto. Lo pienso también respecto a los ingresos: nunca tuve ingresos altos y no soy de una familia de la que vaya a heredar un montón de plata. Incluso la Imprenta La Familia (N. de R.: propiedad de la familia Gandolfo) cerró definitivamente y la van a vender. Para mí el cierre de la imprenta es uno de los indicios actuales, porque para alguna gente era un lugar histórico.
-La imprenta fue el lugar donde hicieron El lagrimal. Y la revista demostró entre otras cosas que se pueden hacer cosas en las provincias, sin pasar por Buenos Aires.
-Totalmente. Lo grandioso de eso es que no hubo una charla nuestra previa sobre cómo nos íbamos a manejar. Y lo manejamos bastante bien. Le dimos poca bola a la estupidez de Rosario -que la hay en abundancia-, y a su vez todos nosotros seguimos a full hasta el final. Hugo Diz, que murió hace poco, tiene una obra poética de la hostia. Al margen de lo que se opine sobre un libro concreto, es un tipo fuera de serie. Después está Eduardo D'Anna, otro incansable, que terminó por traducir toda la obra de Yeats, después de hacerlo para el primer número de la revista. Además de su propia obra de poeta y narrador.
-En Mi mundo privado (2014), uno de tus libros anteriores, aclaraste que no te interesaba tratar la actualidad de Rosario. ¿Cómo lo manejaste en Un error de Ludueña, ambientada precisamente en la ciudad?
-El gusto que me di con la novela fue usar distintos materiales. La muerte del personaje debería estar ocurriendo hacia finales de los 60 o principios de los 70. A la vez aprovecho cosas del futuro de ese presente ficcional, como el gángster que es el jefe de Ludueña, el tipo al que meten en cana al final: con él me basé un poco en Yabrán. La familia de Ludueña no es exactamente la mía, pero todo lo que pongo tiene que ver con mi familia, el único personaje donde eso es patente es la abuela, que era exactamente como aparece. Aunque la perfilé como un personaje.
-Así que la novela también es autobiográfica.
-Pero pasada a la imaginación, no directa. Todos nos basamos en la realidad, al escribir literatura, hasta los más delirantes. Por ejemplo, el pueblito en el que se refugia Ludueña, con el tren que pasa y la gente que se reúne en la estación, todo eso lo percibí durante un viaje para un campamento de la Iglesia Católica al que fui en La Rioja cuando tenía 12 o 13 años. Siempre me interesa mucho más ese pliegue con la ficción que lo directamente autobiográfico. Por algo nunca escribí un diario.
-Y hoy existe una inflación de la autobiografía, al menos en Argentina.
-Totalmente. En algunos casos son ilegibles. Si hay un libro pesadillesco, que traté de leer varias veces, es el diario de John Cheever. Es totalmente insoportable, se pasó la vida quejándose de la mujer, bebiendo como un cosaco, y nunca se liberó de los familiares, liberándolos también a ellos. Es agobiante. No lo relacionás con el cuentista, que es un capo total. Después hay diarios geniales, como La tentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro, el peruano.
-Un error de Ludueña es también una novela policial. ¿Cómo pensás hoy el género, al que le dedicaste artículos y ensayos?
-De alguna manera la escribí para que hubiera una novela negra como a las que a mí me gustan. Últimamente está todo bastante baqueteado. Las novelas italianas tienen un giro, las latinoamericanas otro. Muchas veces con la literatura pasa lo que pasa con Netflix: en el 80 % de los casos ya sabés cómo va a terminar apenas comienza. Y está el vicio, más que la justicia, de que siempre ponen negros o mujeres. Llegaron al extremo de hacer un homenaje torcido y disparatado a Arsenio Lupin, el gran ladrón aristocrático, y de poner a un negro en el personaje. En un momento se decía que las series iban a reemplazar a las películas. ¡Ni ahí!
-¿El interés por los géneros ha bajado?
-El policial se ha impuesto de una manera extraña. Se ha convertido en autoritario: lo que hay son policías, investigadores de comisarías, grupos de seguridad, desapareció casi el detective privado, hay muy pocas series o novelas donde no aparezcan personajes de la justicia oficial. La Bestia Equilátera publicó tres viejas, de los 60, que tienen esa virtud, como eran las novelas de David Goodis o las del genio de 1280 almas, Jim Thompson. Ahí cuando aparece un personaje de la justicia es para que sea el tipo más jodido de todos, y no por un motivo ideológico sino porque el autor sabe dónde está la porquería, y sabe describirla con minucia y potencia.