El orgullo de la mixtura
América es un nuevo mundo sobre todo porque fue capaz de asimilar la confluencia de pueblos y razas que vinieron a buscar aquí una oportunidad de una vida mejor.
Cuando los paisajes ya estaban pintados, los seres humanos todavía éramos acuarela seca.
Es decir, hemos venido al planeta cuando ya estaban hechas muchas cosas. Y no hemos brotado del suelo como plantas, sino que siempre hemos llegado desde algún impreciso punto de partida. Todos venimos de otro lugar.
De las capacidades con las que la naturaleza y la evolución dotaron a los seres humanos, la de pararse sobre dos piernas fue decisiva en su camino a la conquista del planeta.
Acaso todavía era un homínido cuando empezó a sentir no sólo que le daba en la cara una brisa más fresca que los vapores calientes que subían desde el piso cercano para su vieja condición de cuadrúpedo, sino que fue capaz de mirar más allá, de descubrir con sus propios ojos el horizonte y, con él, la tentación de andar, de perseguir esa inalcanzable línea en la que se reúnen el cielo y la tierra.
Caminar fue todo un verbo decisivo para la humanidad. La especie, algo más frágil en algunos otros aspectos, no podía competir con otras en velocidad pero tenía una virtud única: la capacidad de andar más lentamente pero con persistencia y resistencia, de modo de derrotar las más apabullantes distancias.
Alguna vez, en el paso original que nos repartió por el globo, los hombres y mujeres salimos de África: allí en el paisaje de la sabana nació la humanidad. Y si hoy estamos en todo el planeta es porque un día fuimos capaces de treparnos sobre nuestros pies y emprender marcha hacia otros rumbos.
Nuestra capacidad para dejar atrás las condiciones de la naturaleza original ha sido la clave del éxito de la humanidad.
Aquellas legiones que atravesaron continentes en busca de lugares donde fuera posible sobrevivir con la provisión de la naturaleza, con el andar de los siglos se convirtieron en los inmigrantes que por diferentes razones, desde la guerra hasta el hambre, dejaron sus países originales por otros donde fueran acogidos.
Mientras tanto, en esta época, cuando se habla de los grandes valores de la libertad, muchos hablan sólo de la libertad de las mercancías: que las cosas, el dinero, traspasen todas las fronteras sin rendir cuentas; pero la gente no, que se quede en su lugar, a cumplir su papel de objeto del mercado, con las miserias de un destino que tantas veces ha sido impuesto por la voracidad de otros.
En estos últimos años, antes de estos días de pandemia, hemos asistido a dramáticos episodios que dan cuenta de la desesperación de los migrantes que abandonan territorios en conflicto, como es el caso de los ciudadanos sirios que huyen en busca de un lugar donde poder ejercer, simplemente, la vida.
Los hijos de este continente sabemos del valor de un orilla que nos ampare: luego de la feroz conquista, América fue la tierra de promisión para millones de europeos acorralados, como así también de asiáticos.
Y sobre todo bien lo sabemos los argentinos, que amasamos nuestra identidad con el enorme impacto que trajo la inmigración europea de finales del siglo XIX y que se sostuvo en multitudinario flujo hasta mediados del 20. Luego, llegarían las oleadas de hijos de los pueblos americanos hermanos y vecinos, y hasta de otras partes del mundo, particularmente en este siglo.
Nuestro orgullo debería ser la mixtura. Desde los primeros colonizadores quedó la impronta del mestizaje. Luego, la inmigración nos inundó de apellidos, de memorias y de diferentes culturas. Así, la gran mayoría portamos una reunión de genes que debería prevenirnos contra cualquier reivindicación racista. Y si no la portamos en la sangre, a la reunión de genes la tenemos presente en la convivencia.
América un mundo nuevo porque la razón de la sangre americana no se aferra al ayer, a esa manera de entender el linaje como referencia de ubicación histórica, económica y social, sino que sobre todo se abraza al futuro, a la posibilidad de un porvenir humano con un intenso sentido humanista.