El constante desafío de la tecnología
Los cambios de épocas, las profundas transformaciones sociales, culturales y tecnológicas tuvieron durante siglos una manera de andar la historia que solía involucrar el turno de vivir de varias generaciones.
Hasta que el siglo 20 se hizo cargo de muchas de las promesas que dejó tendidas el 19, y le puso un vértigo tal a la marcha del mundo que pronto las generaciones se vieron en medio de una constancia incesante de cambios.
Este velocidad impulsada por la ciencia y la técnica exigirían varias veces en un misma vida la necesidad de entender, adaptarse e integrarse de modo de estar listos lo más pronto posible para la próxima e inminente transformación.
Hace apenas tres décadas que irrumpió la web (world wide web, www, en 1989) en la escena humana e hizo de Internet la herramienta que llevó al cenit la tan mentada globalización.
Dos años después, comenzaban las actividades comerciales en la red y un par de pasos más adelante, ante el crecimiento del nuevo contexto para la transacción económica, la Organización Mundial de Comercio hundía sus narices en el asunto. Así, en mayo de 1998, sus miembros firmaban una Declaración sobre el Comercio Electrónico Mundial.
Internet se presentaba como una asombrosa fuente de información, un infinito archivo etéreo del conocimiento, un medio de comunicación tan instantáneo como gigante y hasta un gran escenario de relaciones interpersonales.
Pero claro, en un mundo marcado por las ambiciones, los negocios y el consumo extendido, el comercio electrónico, nacido con los últimos suspiros del siglo 20, se volvería, en el 21, todo un huracán.
El mundo concebido como un mercado total abolía las distancias, y a la vez se levantaban barreras para objetos de consumo. Aparecieron entonces empresas gigantes de una dimensión apabullante, no sólo en Occidente sino también en Asia. Y nuevos millonarios de cuentas colosales. Todo esto replicado a la escala de nuestro país.
Es decir, Internet se transformó en un embudo del dinero, en el gran escenario de las transacciones. Y más aún si contamos que basta un click para desplazar instantáneamente miles y miles de millones de unas cuentas a otras, dinero cuya constancia y razón está en las pantallas de la computadoras.
Esa es la parte del mundo sujeto a la gran constelación del capital financiero. Mientras tanto, los modos cotidianos de vivir a los que nos habíamos acostumbrado -que aunque parecen sencillos en su momento también demandaron adaptación-, se toparon con el gran desafío que planteaba la tecnología.
Los viejos hábitos, jaqueados
Hoy parece fácil, pero el acto de comprar sin ver el objeto del deseo estremecía la seguridad de los viejos hábitos. Vale recordar aquí que las venta por catálogos (es decir, eligiendo por una foto o incluso un dibujo) ya había aparecido a finales del siglo 19 en Estados Unidos. Luego, andando el siglo 20 llegaría la venta telefónica. Mientras, en 1914 Western Union lanzaba la primera tarjeta de crédito, aunque el plástico recién se popularizaría pasando la mitad de la centuria.
Y si comprar sin ver ni tocar podía sentirse como un acto de riesgo, escribir los datos personales y finalmente los de la tarjeta de crédito, incluyendo las tres cifras del número de seguridad, era encomendarse casi temblando al dios de las redes. Es posible que muchos recuerden el vértigo de las primeras veces que se atrevieron a hacer una operación por Internet.
En estos días, la pandemia y su cuarentena nos pusieron a descubrir en las computadoras nuevas formas de comunicación y encuentros virtuales, con fines afectivos o laborales, siempre, más temprano que tarde, la veloz flecha de la tecnología nos obliga a reaccionar para no perder ni su rastro.
El rumbo que lleva o el blanco hacia el que se dirige esa flecha es un misterio que se suma las inquietudes elementales de la marcha humana. Mientras tanto, hay que asomarse al camino.
Y en esas condiciones de cuarentena en las que nos sumergimos como gran parte del mundo, el comercio electrónico tomó un impulso arrollador.
Su poder centralizador es inmenso, y puede parecer brutal (y tantas veces lo es) para los viejos modos, para las energías más dispersas o para los volúmenes pequeños.
Es decir, una tienda del pueblo puede sentirse jaqueada por las computadoras, sobre todo en manos de los vecinos más jóvenes que no titubean en su audacia tecnológica ni en sus ganas de alcanzar objetos distantes. Pero en esos mismos instrumentos está la llave para plantear la reacción.
La tecnología siempre ha modificado profundamente la vida y el trabajo, como que hay una porción del cielo de la nostalgia reservado para tantos oficios perdidos, es decir, centenares de saber hacer que han caído en absoluto desuso.
Pero más allá del fantasma del desplazamiento de la gente de supuestos en el entramado productivo y económico, la tecnología representa también la oportunidad de replantear las maneras en busca de soluciones más abarcativas, integradoras e inclusivas.
Por eso, el desafío tecnológico no es sólo colectivo sino también personal. Es que en ese mundo que avanza a paso vertiginoso vamos nosotros, todos y cada uno.