Ástor Piazzolla y los rayos misteriosos
El próximo 11 de marzo se cumplen 100 años del nacimiento de uno de los músicos más extraordinarios que ha dado el país y que mayor reconocimiento alcanzó en el mundo por su inspiración y su virtuosismo. Su destino en el tango y en la música estuvo marcado por momentos decisivos.
Es posible que la escena ocurriera hacia el final de una anónima tarde: en un sombrío rincón de la vidriera de una casa de cosas usadas, quizá empeñadas, Vicente Piazzolla descubrió un solitario y abrumado fueye.
¿Qué hacía un bandoneón extraviado en un cambalache neoyorquino, en la loca Manhattan de los locos años '20, tan lejos de Buenos Aires?
Nonino, como le decían, sólo sintió el impulso de tenerlo consigo para dejarlo en manos de su pequeño hijo Ástor. Entró, pagó 18 dólares y se lo llevó.
Tal vez las respuestas estaban en las poderosas emociones que Vicente sintió como un rayo misterioso. El sonido de un bandoneón era capaz de cruzar las mares hasta sentir el alma de la lejana patria en un puñado de notas estremecedoras.
Sí, los alemanes habían inventado ese pequeño órgano para montar en el regazo como a un niño, pero la sagrada melancolía de su sonoridad encontraría otro pueblo, el argentino, capaz de convertirlo en el intérprete de una nueva pócima musical hecha de ánimo inmigrante, de ruralidad cantora, de nueva urbanidad y hasta de viejos pulsos negros.
Pero el fueye que encontró Nonino no estaba hecho sólo de ayer, sino también de futuro. Y, sobre todo, de destino.
El tango, esa pócima argentina que se convertiría en una de las músicas más reconocidas y originales del siglo 20 estaba en plena expansión y conquista de los principales auditorios del mundo. Tanto, que por esos años el mismísimo Carlos Gardel andaba rondando en Buenos Aires.
Claro, no era sencillo encontrar un maestro de bandoneón en Nueva York, pero el niño Ástor se las arreglaría para ir descubriendo nota por nota en ese endiablado universo de teclas a cada extremo del fueye. Nonino no paraba de entusiasmarse: Astor va a llegar lejos. Vale mucho. Sé que cuando se propone hacer una cosa, la hace y bien, escribió (cuenta Susana Azzi, autora de la biografía Astor Piazolla).
Y unos años después, cuando tenía 13 años, otra frase gloriosa sería la primera gran medalla que el destino le pondría en el pecho: Para el simpático pibe y futuro gran bandoneonista. Firmado: Carlos Gardel.
Ástor había conocido a Gardel cuando fue a llevarle al hotel un muñeco de madera que había tallado Nonino. Después, haría un pequeño papel de canillita en la película El día que me quieras (1935) y, en la cena para celebrar el final del rodaje, lo acompañaría con su bandoneón.
Años después, Astor le escribiría una carta imaginaria al Zorzal: ¡Qué noche, Charlie! Allí fue mi bautismo con el tango.
Ástor escribió la carta en 1978; el cantor había muerto poco después de que se conocieran.
Y si Nonino no se hubiera negado al pedido de Gardel para que su hijo lo acompañara en la gira, a Ástor quizá también se lo hubieran devorado las llamas en aquel tremendo 24 de junio de 1935, en Medellín, Colombia.
Al poco tiempo te fuiste con Lepera y tus guitarristas a Hollywood. ¿Te acordás que me mandaste dos telegramas para que me uniera a ustedes con mi bandoneón? Era la primavera del 35 y yo cumplía 14 años. Los viejos no me dieron permiso y el sindicato tampoco. Charlie, ¡me salvé! En vez de tocar el bandoneón estaría tocando el arpa, decía en aquella carta.
Encuentro con Pichuco
Ástor Piazolla había nacido en Mar del Plata el 11 de marzo de 1921, y pronto se fue con sus padres a vivir a Estados Unidos. En 1930, durante la gran depresión, regresaron a Mar del Pata pero sólo por nueve meses, y otra vez a Nueva York, donde el jazz estaba presente en todos los rincones y cada vez volaba más alto.
Volvió finalmente al país cuando tenía 16 años y enseguida comenzó a codearse con los reyes del arrabal tanguero. El género no dejaba de ganar popularidad: orquestas, discos, bailes, actuaciones, cabarets, eran múltiples las posibilidades de recursos que ofrecía para los músicos del género.
Y a poco de andar, cuando apenas tenía 18 años, un nuevo rayo misterioso lo puso otra vez en el corazón de la historia del tango: la orquesta de Aníbal Troilo.
Tantas noches había ido a verla al Maribú, que ya se sabía de memoria todos los temas, y cuando un bandoneonista se enfermó, le pidió al violinista Hugo Baralis que lo recomendara. Así comenzó una historia de respeto y admiración mutuos que sobreviviría a puntos de vistas musicales distintos (en los comienzos, Troilo le quitaba notas a los arreglos de Piazzolla).
Bajo este cielo argentino se han alumbrado hazañas creativas. El tango fue una de las más grandes. Nos ganó un gran lugar en el escenario universal, pero sobre todo fue esencialmente popular: en los dorados años '40/'50, miles y miles se arremolinaban en los bailes animados por artistas geniales como Aníbal Troilo. Mientras, las letras de los poetas prohijados por el pueblo fueron un espejo que nos devolvía nuestra manera de habitar el tiempo y el lugar.
La música que vino a traer luego Ástor Piazzolla cobraría tanto vuelo que fue capaz de dejar un testimonio existencial sólo con notas. A partir de increíbles melodías, enriquecidas con extraordinarios recursos, Piazzolla retrató el frenesí de ser parte del gentío urbano y al mismo tiempo la más profunda soledad, la soledad de la intemperie cósmica.
El tercer rayo misterioso que lo tocó a Ástor en la vida fue su propia música. Se echó a andar en ese camino y en formato de octeto o de quinteto, entre otras posibilidades, plasmaría páginas que deslumbraron al mundo.
Sueño piazzolliano
Pero, puertas adentro del país, una fatigosa y poco fecunda grieta lo señalaba como el asesino del tango. El fondo de la discusión es que mientras el tango popular como había brillado incluso hasta los ´60 tenia su gran fortaleza en su condición bailable, el marplatense propuso una alquimia para escuchar en quietud. Claro que el hecho de que el tango fuese desapareciendo de los grandes bailes de los clubes se debió, en buena medida, a las nuevas olas que llegaron, parte de ellas, montabas en la maquinaria cultural norteamericana.
La propuesta de Piazzolla estaba condimentada con elementos del jazz y de la música clásica contemporánea. Pero tenía una raíz profundamente tanguera, aunque en algún momento prefiriera llamarla música contemporánea de Buenos Aires.
Sueño con imponer la música de mi país en todo el mundo, dijo alguna vez. Y cuando la muerte lo sorprendió, el 4 de julio de 1992, podía sentir que gran parte del sueño estaba logrado. Es uno de nuestros músicos más interpretados y reconocidos en el planeta.
En 1959, la noticia de la muerte de su padre lo sorprendió de gira por Centroamérica. Cuando regresó a Nueva York, a encontrarse con su familia, la tristeza se le derramó sobre el bandoneón. Papá nos pidió que lo dejáramos solo durante unas horas. Nos metimos en la cocina. Primero hubo un silencio absoluto. Al rato, oímos que tocaba el bandoneón. Era una melodía muy triste, terriblemente triste. Estaba componiendo ´Adiós Nonino´, contaría Daniel Piazzolla, hijo de Ástor, nieto de Vicente.
El propio Astor diría años después: El tango número uno es 'Adiós Nonino'. Me propuse mil veces hacer uno superior y no pude.
El espíritu de aquel extraviado bandoneón que Vicente Piazzolla había descubierto en un cambalache de Manhattan, había volado lejos. Acaso hasta la eternidad posible de una maravillosa creación musical.