Servidores de pasado en copa nueva
Cientos de seres humanos semidesnudos, esposados, con sus pies engrillados y conducidos bajo estricta vigilancia hacia vehículos de transporte que los llevarán hacia la cárcel de máxima seguridad erigida especialmente para ellos. La película del traslado, en medio de la noche, es parte de una minuciosa puesta en escena con diferentes cámaras, iluminación, recursos y protagonistas que parecen haber ensayado cada secuencia.
A muchos, las imágenes les trajeron al presente capítulos muy dolorosos de la historia de la Humanidad. A otros, el trato dispensado a los prisioneros les pareció semejante al que se da a los animales en su viaje final hacia el matadero. Y a otros, con poder de reproducir la película hasta el cansancio, no se les ocurrió mejor idea que presentar lo que se veía como una política penitenciaria encomiable, digna de imitar en otras latitudes que enfrentan el crecimiento de la violencia y el crimen organizado.
Lo grave es que la película en cuestión no es ficción sino la realidad que el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha querido mostrar a su país y al mundo como testimonio de su victoria en el combate contra las maras, las temibles pandillas con las que sin embargo al llegar al poder, hace cuatro años, intentó hacer una suerte de pacto de gobernabilidad.
Para el joven mandatario, que en su momento flirteó con la izquierda y luego mutó en un exponente fiel de los clásicos discursos y acciones de la derecha, la política de mano dura y sin concesiones frente a los pandilleros ha sido la bandera que levantó para ganar popularidad en una nación azotada por delitos virulentos.
La frase de que se preocupa de los derechos humanos de las víctimas y no de los que tienen los delincuentes es el argumento o la excusa mediática que repite como mantra cuando organizaciones de derechos humanos de su país y de diferentes partes del mundo objetan los métodos y procedimientos de las fuerzas de seguridad para pacificar al país.
Por ahora, la estrategia de Bukele -hábil usuario de las nuevas tecnologías y cultor de la comunicación a través de las redes sociales-, le ha reportado al mandatario muy altos índices de adhesión en su país. Incluso más allá de las fronteras salvadoreñas hay políticos y analistas televisivos que llenan de elogios su modelo y prometen o piden emularlo.
Pero detrás de las estadísticas -a veces exageradas- de reducción de asesinatos y crímenes violentos, hay otra realidad en El Salvador que no tiene tanta difusión global, pese a varios informes críticos de periodistas y medios locales. La decisión de muchos hombres jóvenes de dejar el país tiene que ver con el temor a ser involucrados o detenidos sin pruebas como presuntos miembros de las maras, y a se encarcelados sin garantías. Mientras crecen las denuncias de arrestos, apremios ilegales y desapariciones, distintos organismos emparentan ese accionar oscuro como una forma de amedrentar a quienes no estén dispuestos a aceptar sin chistar las reglas de Bukele.
Una suerte de imposición de las políticas por la razón o por la fuerza, que el presidente ya ejecutó cuando irrumpió con militares ante el Congreso, cuando el Legislativo no tuvo la sintonía que él esperaba para con medidas impulsadas por su gobierno. Pero ese avasallamiento de la independencia de poderes no tuvo el mismo eco y difusión que las efectistas medidas carcelarias del gobernante salvadoreño. En la propagación de sus acciones urbi et orbi Bukele no está solo.
Una película amarilla
Consultado días atrás por quien escribe estas líneas, el abogado y criminólogo crítico argentino Iñaki Rivera Beiras, profesor titular de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona, deploró el papel que ciertos medios y/o periodistas amarillistas en diferentes países han tenido a la hora de difundir los abusos contra presos en El Salvador.
Rivera consideró que estos hechos suponen una violación a la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanas o Degradantes y tarde o temprano habrá una condena o sanción para quienes los cometieron. El criminólogo radicado en la capital catalana hace más de tres décadas afirmó que sectores de la derecha y ultraderecha hace tiempo levantan esta clase de banderas acompañados por cierta prensa cómplice.
Una observación, esta última, que no sólo se visualiza en España o en países latinoamericanos en los que las crisis económicas y sociales van de la mano con un crecimiento de tensiones, enfrentamientos y acciones antijurídicas. Así, no resulta extraño (aunque no deje de ser inquietante) que el joven conductor de medianoche del canal de noticias del más poderoso grupo mediático argentino, repita una y otra vez la emisión del traslado de reos salvadoreños y comente que no ve en esas imágenes ninguna violación a garantías o derechos humanos sino sólo el cumplimiento de órdenes, porque en el fondo se trata de presos.
La involución en el reconocimiento de garantías y principios asumidos hace décadas como universales no se da, sin embargo, sólo en este ámbito del tendencioso espacio de un canal de cable vernáculo.
Si algunos líderes o referentes globales, como el papa Francisco, reclamaron más empatía y solidaridad para que el mundo de la post-pandemia fuera mejor y más vivible, hubo otros que canalizaron la incertidumbre y las desigualdades que potenció el Covid-19 para acentuar sus mensajes de odio e intolerancia, con los que reforzaron adhesiones y en algunos casos, como el de Giorgia Meloni en Italia, llegaron al poder.
Intolerancia, xenofobia, racismo, clasismo, abonan los mensajes y mitines de Vox en España, como lo hicieron tiempo atrás en los de Donald Trump en Estados Unidos, o Jair Bolsonaro en Brasil.
Los vaivenes ideológico-políticos de Latinoamérica acotan los márgenes de acción a quienes, como Gustavo Petro en Colombia, proponen como salida más eficaz y perdurable frente al crimen la construcción de más escuelas y universidades en lugar de más prisiones. O como al chileno Gabriel Boric, al que una fallida reforma de la Constitución le marcó la cancha apenas llegado a La Moneda.
Proselitismo 2.0
La volatilidad del mundo actual no parece compatible con esos planes de fondo para revertir brechas. El poder real que subyace en cada uno de los países de la región no parece dispuesto a perder privilegios o a equilibrar y hacer menos dispar el peso de las cargas en tiempos de crisis.
Y en ese marco vemos plataformas electorales o discursos de campaña que ofrecen en formato 2.0 promesas que huelen a otro siglo ya pisado. Una suerte de servidores de pasado en copa nueva a los que los medios más influyentes alfombran su acercamiento al poder en una decisión cuyo costo institucional y en calidad democrática después lamentarán, aunque para eso sea demasiado tarde.
Hasta al mismísimo Lula, con la experiencia de derrotas y triunfos que han curtido su piel de político de raza, se pretende encorsetar en sus relaciones internacionales, mientras a la Argentina de los 40 años de democracia ininterrumpida la acecha la amenaza de una involución hacia los dictados del Consenso de Washington que algunos aspirantes defienden como si fuera novedad o disimulando sus estrepitosos fracasos en experimentos de hace tres décadas.
Los servidores del pasado en copa nueva operan en diferentes ámbitos y estratos. Desde el simple comentario de un cronista que de modo casi inocente reproduce verdades a medias previamente dictadas, a poderosos think tanks que en una mediterránea fundación del centro del país sientan a la misma mesa a los candidatos de los que saldrá el próximo gobernador de la provincia, junto con un ex superministro que es su gurú y que ya aplicó sus recetas en la última dictadura, en los años '90 y en los meses que precedieron al estallido de 2001.
Ante tal menú de soluciones esgrimidas como novedosas, es difícil imaginar futuros venturosos. El hastío y la insatisfacción de las y los ciudadanos con sus representantes políticos en épocas de crisis suelen derivar en la apatía o en el voto-bronca que intentan capitalizar aquellos que enarbolan mensajes anti-sistema o se promocionan como outsiders.
Claro que este ropaje de anti-política se lo suelen poner personajes como Trump, fiel exponente el establishment económico y empresario norteamericano; o Bolsonaro, que en los 30 años previos a su llegada al Planalto, deambuló de partido en partido para seguir conservando bancas y privilegios en el Congreso. Ni que hablar de quienes aquí más cerca lanzan diatribas contra la casta o proponen quemar algo más que un banco, pero están dispuestos a abrazarse con quien sea en aras de un sillón que ya no parece tan quimérico.