Los síntomas que muchos prefirieron no atender
Ocurrió una madrugada de abril, hace cinco años, en el recinto de la Cámara de Diputados, cuando el entonces parlamentario verborrágico y provocador dedicó su voto a favor del impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff al coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el militar que había torturado a la presidenta de Brasil cuando era una joven militante de izquierda.
En aquella bochornosa madrugada para la democracia brasileña y de la región, la Cámara Baja de un Parlamento que tenía a la inmensa mayoría de sus miembros salpicados por ilícitos habilitaba, por 367 votos contra 137, el juicio político en el Senado y allanaba el camino hacia la destitución de la primera presidenta mujer de ese país.
Cinco años después, la mirada retrospectiva causa escozor si se piensa que Dilma sería destituida en agosto por las llamadas pedaleadas fiscales (manejo indebido de partidas presupuestarias para tapar déficits), y que el diputado que dedicó su voto a un torturador se convertiría dos años más tarde en presidente.
Y más aún si se concluye que, pese su negacionismo y su indolencia frente a la pandemia del Covid-19, cuyos efectos han hecho que Brasil supere largamente las 400 mil muertes por el virus, el Congreso cajonea las decenas de pedidos de impeachment contra Bolsonaro y un núcleo duro y radicalizado de sectores de derecha y ultraderecha alimenta los sueños de reelección del mandatario o clama por una intervención militar que asegure su permanencia en el Palacio del Planalto.
Causas y efectos
¿Qué hizo Brasil para merecer esto?, se preguntan algunos. La película Democracia em Vertigem (Al filo de la Democracia), de Petra Costa, nominada al Oscar como mejor documental, repasa parte de esa historia que facilitó la llegada al poder del actual mandatario y su clan familiar.
¿Nadie vio venir a Bolsonaro? Fernando Henrique Cardoso, quien fuera dos veces presidente elegido en primera vuelta y lideró por años el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, uno de los tres más fuertes del país) hizo un tardío mea culpa semanas atrás. FHC se declaró arrepentido de haber anulado su sufragio en el balotaje de 2018, en lugar de votar por el ex ministro de Educación Fernando Haddad, quien debió reemplazar como candidato del Partido de los Trabajadores (PT) al encarcelado y proscripto Luiz Inácio Lula da Silva, favorito en todas las encuestas previas.
La última vez que tuve la suerte de dialogar con el periodista brasileño Clóvis Rossi, unos de los más prestigiosos columnistas que tenía el diario Folha de Sao Paulo, opinaba que, para el bien de Brasil, el futuro de Lula debía dirimirse en las urnas y que Bolsonaro a esa altura no debería ser candidato sino estar preso por sus conductas antidemocráticas y su apología de la dictadura entre otros delitos.
Y es que antes de trascender mediáticamente en el mundo con su voto dedicado al torturador de Dilma, Bolsonaro ya había dado muestras sobradas de sus posiciones extremas, su machismo, homofobia, su culto por las armas y el gatillo fácil. Él nunca disimuló su racismo e intolerancia hacia minorías, extranjeras o de pueblos originarios a los que, como nos relató el biólogo Rodrigo Agra Balbueno en el reportaje que es parte de este informe, no vacilaría en expulsar de sus tierras ancestrales en la Amazonia en aras de un supuesto progreso que es mera especulación de poderosos.
Más que fake news
¿De dónde salieron los casi 58 millones de brasileños a favor de Bolsonaro en aquella segunda vuelta que ganó con el 55,13% de los votos válidos? Entre los sectores más vulnerables del país hubo quienes se inclinaron por el ex capitán del ejército con la expectativa de escapar de la crisis económica detonada a poco de iniciar el segundo mandato de Rousseff. Allí también contribuyó una campaña construida a base de fake news que demonizaron a Haddad y al PT y elevaron a mito a la figura del actual presidente. Aquí se vio quizá la mano maquiavélica de Steve Bannon, asesor y gurú de Donald Trump, el espejo norteamericano en el que le gustaba mirarse con devoción y seguidismo a Bolsonaro, y a quien ya no tiene de aliado en la Casa Blanca.
Los grandes medios de comunicación, buena parte de los cultos evangélicos y, por supuesto, sectores castrenses ayudaron a construir la falsa imagen de un Bolsonaro outsider de la política, cuando llevaba casi tres décadas caminando los pasillos parlamentarios de Brasilia, o exponente de una nueva era democrática, mientras reivindicaba el gobierno de facto que imperó en Brasil entre 1964 y 1985.
Tanto el PSDB como el Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) de Michel Temer, el vice que traicionó a Dilma y gobernó dos años con dos por ciento de popularidad, trasvasaron sus electores a Bolsonaro hace tres años, aunque ahora rasguen sus vestiduras en medio del luto y la tragedia.
Y ni que hablar de sectores de inmenso poder económico como la Federación de Industrias del Estado de San Pablo (Fiesp) y su titular Paulo Skaf, que daba de comer (literal) en su sede de la avenida Paulista a los manifestantes, para que sostuvieran su protesta y vigilia en favor de la caída del PT. Hoy, pese a los escándalos lúgubres que rodean a Bolsonaro, de la baja de más del cuatro por ciento del PBI y de los reparos que el resto del mundo pone cada vez más ante el gobernante, esa parte del establishment no le quita su apoyo a su ministro de Economía, Paulo Guedes.
Distanciamientos
Claro que si hubo un actor clave en el desenlace de este drama fue el ex juez Sérgio Moro, arquetipo de justiciero en la ahora devaluada Operación Lava Jato, cuya parcialidad y sesgo político acaba de dictaminar la máxima corte brasileña, certificando el lawfare denunciado por la defensa de Lula. Parcialidad y sesgo que el propio Moro se había encargado de confirmar el día en que aceptó ser ministro de Justicia y Seguridad del propio Bolsonaro, al que sus fallos y condenas ayudaron a encumbrar.
En aquel citado diálogo de fines de mayo de 2017, Clóvis Rossi nos daba una respuesta premonitoria que dio título a la entrevista publicada en La Voz del Interior: Ningún brasileño es capaz de decir adónde vamos.
Hoy, mientras los hospitales colapsan, los cementerios se desbordan y muchos gobernadores y prefectos que se sumaron a su ola ganadora en 2018 toman ahora prudente distancia de Bolsonaro, Brasil afronta horas decisivas para su destino. Y en esa encrucijada se juega parte importante de la suerte de nuestra región.