Llegó al Palacio del Elíseo en 2017, con apenas 39 años y tras una fulgurante campaña con que su incipiente fuerza, “La Republique En Marche”, capitalizó el desgaste de partidos tradicionales por un lado y el temor a que Francia cayera en el abismo de la ultraderecha por el otro.
Parecía llamado a hacer su propia historia entre los dirigentes de una Europa en la que su máxima referente, la alemana Angela Merkel, preanunciaba su retiro y el final de casi dos décadas de liderazgo indiscutido.
La irrupción de “los Chalecos Amarillos”, hacia fines de 2018, colmó las calles de París y otras ciudades del país de reclamos y protestas, que algunos parangonaron -con nulo asidero- con la efervescencia que había precedido, 50 años antes, al histórico Mayo Francés.
Emmanuel Macron supo encarrilar aquel conflicto y salir con su popularidad relativamente indemne, aunque las repetidas y masivas marchas minaron poco a poco una imagen a la que la pandemia y sus múltiples daños colaterales también erosionaron. Para colmo, su proyección de líder internacional o conductor de la Europa post-Merkel sufrió un duro traspié tras su fallida interacción con el presidente ruso, Vladimir Putin, a quien no pudo persuadir para evitar el inicio de la invasión y la guerra en Ucrania.
A pesar de su desgaste y sus pasos en falso, Macron logró su reelección en el balotaje del 24 de abril de 2022, donde volvió a derrotar a la ultraderechista Marine Le Pen. Más allá de ese triunfo en una segunda vuelta en la que volvió a convertirse en el mal menor por el que optaron electores de izquierda y de centro, es pertinente volver a mirar los números del primer turno del año pasado, donde el actual presidente acabó primero pero con un 27, 85 por ciento de sufragios, no muy lejos del 23,15 de Le Pen y el 21,95 de Jean Luc Mélenchon y su Izquierda Insumisa. Párrafo aparte para el 7% que cosechó entonces Eric Zemmour, un extremista situado a la derecha de la propia Le Pen, en el controvertido espectro político galo.
En ese contexto, agravado por el alza de precios de energía, gas y alimentos como consecuencia del conflicto entre Moscú y Kiev, Macron insistió con su resistido proyecto de reforma de pensiones por el cual, entre otros puntos, se eleva la edad jubilatoria de los 62 a los 64 años y se suma un año más a los 42 que debían aportar los trabajadores y trabajadoras en actividad.
Por decreto
Pese al rechazo que de inmediato plantearon organizaciones y partidos opositores y las advertencias de sindicatos, el mandatario mantuvo su decisión e incluso redobló su apuesta cuando el pasado 16 de marzo, al no contar con el suficiente respaldo parlamentario, impuso la reforma previsional por decreto, lo que crispó más los ánimos y potenció las manifestaciones de repudio.
Las protestas callejeras crecieron en asistentes y virulencia. La más masiva reunió a entre 1,28 millones de personas, según la policía, y tres millones y medio, según los gremios convocantes. El descontento que tenía como epicentro a París se extendió a cada ciudad de todo el territorio del país. Más aún cuando el Consejo Constitucional dio como válido el cuestionado decreto del gobernante.
Para entonces, las marchas, huelgas y enfrentamientos con policías y fuerzas de seguridad ya habían dejado heridos y más tensión, lo que impide avizorar un pronto final de esta pulseada. Además las demandas de sindicatos contra la nueva normativa encontraron eco en universidades y entidades estudiantiles, sumando más actores a la escena disputa. Hoy, las convocatorias a una masiva concentración en Francia para el 1º de Mayo por el Día Internacional de las y los Trabajadores se multiplican desde diversos sectores.
Está claro que es difícil imaginar columnas multitudinarias caminando desde Nanterre hacia La Sorbona bajo consignas como “¡La imaginación al poder”, “¡Tomemos el cielo por asalto!” o “¡Seamos realistas, pidamos lo imposible!”. También parece imposible comparar esta rebeldía anti-reforma jubilatoria con aquel movimiento de Mayo del '68 que se levantó contra el capitalismo, repudió el imperialismo materializado en la Guerra de Vietnam, o llenó los muros de consignas en contra del autoritarismo y la represión vigentes.
Pero no es menos cierto que este mundo hiperconectado a través de las nuevas tecnologías, los procesos de cambio y los acontecimientos sociales se gestan, se agigantan y estallan, o se invisibilizan hasta el fracaso con una celeridad inusitada.
Huevos y cacerolas
“Mantener el rumbo; ese es mi lema”, dijo Macron días atrás, mientras visitaba las obras de reconstrucción de la Catedral de Nôtre Dame, devorada en gran parte por un terrible incendio.
En otra recorrida, esta vez por Alsacia y mientras contestaba a preguntas de periodistas, un manifestante birló el blindaje policial con un huevazo que arrojó a la distancia e impactó de lleno en la frente del mandatario. Y no es la primera vez que Macron recibe en carne propia muestras de descontento.
Medios franceses que representan a líneas ideológicas diversas coincidieron esta semana en mostrar la baja popularidad del jefe de Estado (26%), en quien un 74 por ciento de los ciudadanos y ciudadanas consultados en un sondeo dice que ya no confía.
Reelegido hace sólo un año para un período de cinco, los analistas se preguntan cómo logrará lo que él llama “reconectar con la gente”. Aunque los números de la economía indiquen que en los cinco años anteriores se crearon 1,7 millones de empleos o que la desocupación se situó en el siete por ciento, la reforma previsional y su forma de imponerla resonarán tanto como el ruido de les casseroles que miles de francesas y franceses golpean cada vez más en los actos y protestas.
“Los huevos y las cacerolas son para cocinar”, declaró desafiante Macron después de lo de Alsacia. Su afirmación tuvo una rápida réplica en el diario de Libération, en cuya portada se incluyó una caricatura del presidente galo, haciendo equilibrio sobre el mango de una cacerola, bajo un título sugestivo: “Un año tras la reelección, huele a quemado”.