Gabriel Boric encarna una esperanza tan grande como los desafíos
Cuando el democristiano Patricio Aylwin llegaba el 11 de marzo de 1990 al Palacio de La Moneda y marcaba el fin en lo formal pero no en lo sustancial del poder dictatorial de Augusto Pinochet Ugarte, un niño de 4 años recién cumplidos, con ancestros croatas por parte de padre y catalanes por parte de madre, se entretenía con sus juguetes en una casa de la austral Punta Arenas.
Ese niño, 32 años más tarde, y un mes después de cumplir los 36, asumirá como el presidente más joven y el más votado de la historia de Chile, luego de un proceso singular de cambios y transformaciones que se aceleraron desde mediados de octubre de 2019, cuando el mentado modelo de este país implosionó en un estridente estallido social que retumbó en toda la región.
La llegada al poder de Gabriel Boric Font no es fruto del azar, de una improvisada alianza de poder o de una mera creación del marketing político-electoral. Su contundente triunfo por casi 12 puntos de diferencia en el balotaje frente al ultraderechista José Kast responde a un clima de cambio de época que de modo vertiginoso copó las calles de Santiago primero y los estamentos de poder de todo un país después.
Claro que las protestas detonadas hace dos años y tres meses por el alza en el precio del sistema público de transporte de la capital del país, y corporizadas inicialmente en la rebeldía de cientos de estudiantes secundarios que saltaban las vallas del metro santiaguino, acaso fueron la última gota que colmó un vaso que llevaba años llenándose.
En las marchas cada vez más multitudinarias se sumaron los reclamos contra los abusos de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), las demandas por una salud pública en la que no prime el lucro y las reivindicaciones de una educación inclusiva y donde la formación superior no sea privilegio de las elites.
Rebelión en las plazas
Más allá de esporádicos episodios de violencia y vandalismo iniciales, a los que el gobierno de Sebastián Piñera respondió con más violencia verbal y armada, los reclamos callejeros se fueron extendiendo desde las plazas y alamedas de Santiago hacia otras ciudades. Y por más que el mandatario derechista pasó de hablar de su país como un oasis a proclamar que estaba en guerra contra un enemigo muy peligroso y que su esposa, Cecilia Morel, comparara los nutridos mitines con una invasión alienígena, lo que se veía y escuchaba cada vez más en las calles era el rechazo a un sistema que entrañaba grandes desigualdades en el continente más desigual del planeta.
Desigualdades internas que los números de la macroeconomía y las usinas de pensamiento liberal se encargaban de esconder bajo la alfombra cada vez que vendían las bondades de su milagroso modelo chileno. Protestas, saqueos, disturbios, violencia y represión terminaron de hacer añicos ese modelo con un saldo de 34 muertos, 3.400 civiles hospitalizados, unos 2.000 carabineros con lesiones y cerca de 9.000 detenidos. Aunque el rasgo distintivo entre los abusos y violaciones denunciados por organismos como Aministía Internacional, Human Rights Watch (que preside el chileno José Miguel Vivanco) o el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que dirige la expresidenta Michelle Bachelet, fueron las afecciones o heridas oculares que unos 350 chilenos padecieron por los disparos de fuerzas de seguridad movilizadas durante o después de cada toque de queda.
Cuando la transversalidad y la vehemencia de los reclamos amenazaba con llevarse puestos no sólo al Ejecutivo de Piñera sino a toda la vieja clase dirigente en una suerte de que se vayan todos de la Argentina de 2001, sobrevino la iniciativa de una Convención Constituyente para reemplazar la Carta Magna vigente, que data de 1980 y es uno de los últimos vestigios legados por los años de plomo.
Por otra Constitución
Aunque no todos en la izquierda estaban inicialmente de acuerdo con dar al gobierno la chance de una salida negociada y hacia adelante en la crisis, hubo quienes como Gabriel Boric abogaron por una solución institucional. La apuesta era dejar atrás la Constitución del '80 que, aunque varias veces enmendada, mantenía en su matriz el esquema de un Estado subsidiario, muy lejano de urgencias sociales de las que lo privado nunca se ocupó.
La pandemia del Covid-19 y sus estragos sanitarios y económicos desactivaron en parte el clima de asamblea permanente y las restricciones impuestas para evitar contagios postergaron la agenda de la Constituyente, cuyo plebiscito de entrada se concretó recién el 25 de octubre de 2020, con abrumador triunfo por más del 78% a favor de convocar a una Convención Constitucional cuya totalidad de integrantes surgiera de la votación popular. Claro que ese porcentaje correspondía a un 50,95% de quienes participaron en la consulta.
El abstencionismo, que puede restar representatividad a quienes resultan elegidos en las urnas, llegó al 58,49% cuando en mayo de 2021 se votó a los convencionales constituyentes que deberán concluir a mitad de 2022 la redacción de la nueva ley fundamental para el país.
Pese a esa falencia de participación, esa elección abrió el juego a nuevas fuerzas o coaliciones, así como a candidatos independientes, en una tendencia que se repetiría en las primarias de cara a los comicios presidenciales de noviembre pasado y en las propias elecciones que habrían de consagrar al próximo jefe de Estado.
Recambios simbólicos
15 días después de que el 4 de julio pasado la Convención Constitucional eligiera como presidenta a la representante del pueblo mapuche Elisa Loncón, Boric lograba un contundente triunfo en las primarias de la coalición Apruebo Dignidad, derrotando al alcalde comunista Daniel Jadue, favorito de todas las encuestas previas.
Así, el ex dirigente universitario que en 2011 lideraba las protestas y le plantaba cara a Piñera en su primer mandato, se posicionaba para una carrera que depararía nuevas sorpresas. El joven que dejó el sur extremo para estudiar Derecho en Santiago, transitaba el último año de su segundo mandato como diputado nacional por la región de Magallanes y Antártica. Boric es aún parte de esa suerte de bancada estudiantil que integraron también otros dirigentes universitarios como Camila Vallejo, Karol Cariola y Giorgio Jackson, convertido hoy en coordinador político del próximo jefe de Estado.
El tramo final del vertiginoso camino a La Moneda del ahora presidente electo es acaso el más conocido. En la primera vuelta de las presidenciales, el 21 de noviembre, Boric quedó segundo con 25,83% de los votos, dos puntos abajo de Kast.
Ese primer round mostró una vez más la escasa participación (apenas un 47,33%) de un electorado en un país donde el sufragio no es obligatorio. También un voto castigo para las fuerzas que desde 1990 se alternaron en el poder: la vieja Concertación representada por la democristiana Yasna Provoste, quinta con 11,60% y la derecha oficialista encarnada por Sebastián Sichel, cuarta con 11,78.
Los Salieris de Boric
Tan solo cuatro semanas después, Boric consumó una categórica victoria, alcanzando el 55,87% de los votos en un balotaje donde la participación subió hasta el 55,64%. Para que se entienda con más claridad, subió de los 1.814.777 votos de la primera vuelta a 4.620.890 del round decisivo, con un incremento del 154,6% de su caudal de sufragios.
Tamaño resultado exime de comentarios acerca de la legitimidad del futuro gobierno. En cambio, desmenuzando causas y factores posibles para tan resonante corolario afloran también los desafíos que tendrá con más prisa que pausa el nuevo presidente.
De algún modo, el propio Boric, en su discurso triunfal del 19 de diciembre, trató de abarcar a quienes le dieron su aval en esa hora. Lo hizo desde el saludo inicial en rapanui, aymara y mapuche, pueblos que esperan por su espacio en la nueva Constitución. O en sus párrafos dedicados a niños y niñas, jóvenes y mujeres, como parte de un Chile nuevo, o a jubilados que esperan disfrutar de sus pensiones en vida.
Pero tras la euforia con que lo vivaron cientos de miles de personas esperanzadas en lo que vendrá llega la hora de conformar equipos. Aacallados los acordes de Los Salieris de Charly, el himno de León Gieco cuya letra adaptó la campaña de Apruebo Dignidad preservando aquello de Queremos ya un presidente joven, que ame la vida, que enfrente la muerte..., será tiempo de trazar rumbos y conciliar intereses. O de romper viejas estructuras...
Lo advierte con claridad el ex ministro y senador Sergio Bitar, cuando dice que las expectativas elevadas tras el estallido social no pueden ser satisfechas de una vez en el corto plazo. (Aquí, la entrevista con Redacción Mayo)
Por su lado, la politóloga Julieta Suárez-Cao sostiene que el cambio de mentalidad es mayoritario en el Chile de hoy, pero eso no significa que Boric no vaya a tener una resistencia conservadora. (Leer el diálogo completo, aquí).
Algunas de esas resistencias ya se manifestaron en previsibles reacciones de los mercados o declaraciones y noticias en medios que quieren marcarle la cancha a Boric, hincha de la Universidad Católica, admirador de Néstor Gorosito y acaso el mandatario más cercano a la Argentina de todos los últimos gobernantes de su país.
Entre declaraciones sobrias y silencios prudentes hay actitudes que insinúan cambios de estilo. Tanto de él como de su entorno más cercano, incluida su pareja, Irina Karamanos, que ya puso distancias a un eventual papel de primera dama que no encaja con su perfil personal ni profesional.
El desafío que afronta el joven presidente electo es casi tan inmenso como las expectativas que no sólo dentro de Chile rodearán a su mandato. En apenas un par de meses, las conjeturas darán paso a la acción.
El veredicto sobre la nueva Constitución, que esta vez con voto obligatorio deberá dar el pueblo quizá en agosto o septiembre en el plebiscito de salida, dará indicios clave del país que viene.
La esperanza vence al miedo, rezaba un eslogan de campaña de Boric. Exactamente lo mismo que en 2002 repetía como mantra en Brasil un tal Luiz Inácio Lula da Silva. Para quienes ven en Chile el nacimiento de una nueva izquierda continental, tal coincidencia no es más que otra prueba irrefutable de esa confluencia ideológica.