El vértigo de los acontecimientos, acelerado al ritmo de las nuevas tecnologías comunicacionales, tiene dimensión especial en términos políticos.
Las demandas sociales se convierten en urgencias y los tiempos de paciencia y tolerancia para con dirigentes o autoridades se acortan de manera drástica cuando las promesas formuladas no se cumplen en tiempo y forma.
Si a ello se suman contextos de polarización, en donde los problemas o el eventual fracaso que pueden rodear al contendiente de turno son cuando menos celebrados y las más de las veces fogoneados desde la vereda opuesta (con recursos a veces legítimos y otras non sanctos), el resultado es un escenario volátil, donde la confrontación dialéctica a menudo se traslada a las calles.
Distintos medios toman parte en la disputa propagando mensajes que apologizan el desdén por quien no encaja con sus intereses y abonando un clima de violencia.
El incendio
En octubre de 2019 casi una rebeldía juvenil de estudiantes que decidieron saltar las barreras del metro de Santiago, en rechazo a un aumento del precio del boleto, fue la chispa que encendió la mecha sobre un polvorín que llevaba mucho tiempo acopiando material combustible.
Las desigualdades sociales, las demandas por una salud y una educación que no fueran solo el privilegio de las elites, el reiterado reclamo contra el opaco manejo de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) y otras muchas cuentas pendientes del sistema chileno con vastos sectores del país propiciaron el estallido primero, y las más multitudinarias manifestaciones ciudadanas desde el regreso de la democracia, después.
El segundo gobierno del derechista Sebastián Piñera, quien primero minimizó las protestas y al día siguiente afirmó que su país estaba en guerra y movilizó al ejército para aplastar la revuelta, se acercó al precipicio en medio de la violencia y la represión que dejó más de una treintena de muertos y cientos de heridos y lesionados, 460 de ellos con afecciones o pérdidas irreparables de la visión por disparos de las fuerzas de seguridad.
Al menos 25 estaciones de metro fueron incendiadas, numerosos comercios del centro de Santiago cerraron sus puertas hasta hoy por los disturbios y saqueos y se registraron más de dos mil denuncias por abusos cometidos por carabineros. Ni el toque de queda ni el despliegue de tropas frenó y atenuó la rebelión, que un año después de su estallido, tenía a 42 personas imputadas por los daños, entre los centenares que fueron en su momento detenidos.
Más leña al fuego
Sacar a los militares y las tanquetas a las calles fue el enésimo error en el manejo de la crisis por parte del empresario presidente y para muchos chilenos la gota que colmó el vaso. Los jóvenes nacidos en democracia no habían visto nunca tamaño despliegue para sofocar las protestas, pero a buena parte de la población le trajo a la memoria los tiempos de una dictadura de cuyo inicio acaban de cumplirse el 11 de septiembre 49 años. Hace casi cinco décadas el entonces flamante jefe del ejército, Augusto Pinochet Ugarte, se sumaba a una trama golpista bendecida por Washington y se consumaba el golpe de Estado que acabaría con el gobierno y la vida del presidente socialista Salvador Allende, elegido en las urnas tres años antes.
La dictadura que sobrevino, encabezada por Pinochet, duró casi 17 años en lo formal, pero sus enclaves autoritarios y el esquema jurídico diseñado para sostener un modelo económico que las derechas del continente siempre referenciaron como “milagro”, sobrevivieron al regreso de la institucionalidad.
“No son 30 pesos, son 30 años”, fue una de las frases que se inmortalizaron en las protestas. Y es que en el trasfondo el rechazo a un incremento del transporte que podría parecer exiguo estaba el hastío de quienes en estas décadas no disfrutaron de “milagro” alguno sino que padecieron las injusticias del modelo.
Tras la pandemia
Las medidas de confinamiento que el Covid-19 impuso a principios de 2020 en medio mundo generaron un impasse en las movilizaciones y la salida hacia adelante que Piñera encontró para evitar dejar La Moneda de manera anticipada (y por la puerta de atrás) fue acordar con la oposición el llamado a una reforma constitucional. De ella debía surgir una Carta Magna más acorde con el siglo 21, que reemplazara a la Constitución pergeñada en 1980, en plena dictadura.
Si bien esa ley había sido enmendada en varios puntos, sobre todo durante la presidencia de Ricardo Lagos, la vigencia de buena parte de su articulado con carácter de “norma fundamental” parecía contradecir la voluntad y los aires de cambio que se auscultaban en cada marcha pacífica, o no tanto de 2019 y 2020.
Apenas el Covid dio una tregua, casi a fines de octubre de 2020, los chilenos se manifestaron en plebiscito de manera abrumadora a favor de que una Convención Constitucional, cuyos miembros surgieran de las urnas y no de componendas en el Congreso o entre los bloques políticos preexistentes, se encargara de redactar la nueva ley de leyes.
De la elección de los constituyentes surgieron candidatos independientes, nombres sin antecedentes en la función pública o el mundo empresario y una composición paritaria en cuanto a género, con un cupo prefijado en representación de los pueblos originarios.
Brisa del sur
Los vientos de cambio parecieron profundizarse y llegar desde el Chile más austral, cuando el 19 de diciembre del año pasado el ex líder estudiantil y diputado Gabriel Boric Font, nacido apenas 35 años antes en Punta Arenas, se convertía no sólo en el más joven sino en el más votado de los presidentes de su país. Con 55,87 por ciento de los votos y más de 11,6 puntos de diferencia el descendiente de croatas y catalanes derrotó en el balotaje al ultraderechista José Antonio Kast, un reivindicador de Pinochet que se había impuesto en el primer turno de noviembre pasado. A los 36 años recién cumplidos, Boric asumió el 11 de marzo en La Moneda y expresó su deseo de que el texto que surgiera de la Convención contara con la aprobación del electorado en el plebiscito de salida, para el cual no había aún fecha cierta.
Pero las fuertes expectativas iniciales por superar los resabios de aquellos años de plomo tropezaron poco después con diversos obstáculos. Diferencias internas, inexperiencia, egos exacerbados o conductas de algunos convencionales -que no diferían de aquellos vicios que en teoría venían a desterrar- fueron aprovechados por quienes miraban con recelo la elaboración de un texto demasiado “innovador” o “progresista”.
Un contexto signado por las secuelas de la pandemia y los daños colaterales de la guerra en Ucrania, sumados a la herencia recibida, más gruesos errores comunicacionales del gobierno para difundir lo que estaba en juego fueron minando el apoyo a la tarea de los y las constituyentes para cuando, tras un año de labor, presentaron su propuesta.
Para entonces, un sector de la prensa, los viejos partidos de las coaliciones de derecha y algunos de la centroizquierda que gobernaron el país entre los marzos de 1990 y 2022, hacía rato que militaban en contra de la Propuesta de Constitución Política de la República de Chile, la que en el primero de sus 388 artículos proclamaba al país como “un Estado social y democrático de derecho” y destacaba sus condiciones de “plurinacional, intercultural, regional y ecológico”. A esa altura poco se resaltaba el valor de constituirse como “una república solidaria” o una democracia “inclusiva y paritaria”.
De la mano de no pocas fake news que inundaban las redes aduciendo que el “Apruebo” implicaba ceder los bienes y hasta los hijos al Estado o que el dinero de las pensiones ya no sería recuperado, los partidarios del “Rechazo” explotaron ambigüedades de un texto por demás extenso.
Las reacciones de los mercados que, apenas asumió Boric, le marcaron la cancha frente a posibles intentos de virajes radicales o de fondo, acentuaron la crisis y cortaron la “luna de miel” o los “días de gracia” que los electorados conceden a quienes recién arriban al Ejecutivo.
Mala comunicación
Recorriendo Santiago un par de semanas antes de la votación, uno podía constatar el nivel de desinformación de ciudadanos y ciudadanas en las calles o la mala predisposición que algunos medios y dirigentes destilaban mientras infundían temores en tertulias radiales o de TV.
Un colega chileno le graficaba a este cronista sus sensaciones de esta manera: “Este (el proyecto de nueva Constitución) es un piano que tiene demasiadas teclas y hay muchas de ellas que, si no están afinadas, al tocarlas van a sonar mal o dar que hablar”.
Por eso, aunque pareciera una paradoja por todo lo vivido apenas meses antes, a nadie sorprendió demasiado el triunfo del Rechazo en la consulta obligatoria del 4 de septiembre. Lo que sí fue inesperada es la diferencia. En un plebiscito que tuvo carácter obligatorio el “Rechazo” obtuvo 7,56 millones de votos, equivalentes a un 61,92 %, frente a los 4,65 millones o 38,92 % que obtuvo el “Apruebo”.
El resultado dio nuevo aire a los sectores conservadores que pretendían mantener el status quo que siempre les benefició y quienes meses antes habían sido arrasados en las urnas. También a partidos e integrantes de un Congreso cuyo prestigio es escaso.
¿Y ahora?
Boric trató rápidamente de hacer control de daños de tamaña involución con un mensaje conciliador, sabiendo que apenas a seis meses de iniciar su mandato de cuatro años debería introducir los primeros cambios en su gabinete.
“Esto exige a nuestras instituciones y actores políticos que trabajemos con más empeño, con más diálogo, con más respeto y cariño hasta arribar a una propuesta que nos interprete a todos, que dé confianza, que nos una como país”, expresó el joven mandatario.
Más allá de las fronteras de Chile, donde la proyectada nueva Constitución había cosechado grandes elogios de politólogos, juristas y no pocos gobernantes, también hubo miradas sobre lo ocurrido.
El ex presidente de Bolivia, Evo Morales Ayma, impulsor de la nueva Constitución Política de ese Estado Plurinacional, saludó en primer lugar “la vocación democrática del pueblo chileno”. “No todos los procesos constituyentes son fáciles. La lucha de los pueblos por la inclusión, solidaridad y dignidad continuará mientras exista injusticia y desigualdad”, sostuvo el ex mandatario boliviano.
Por su lado Gustavo Petro, quien asumió el 7 de agosto como el primer presidente de izquierda de Colombia, comentó lo ocurrido en la red social Twitter. “Revivió Pinochet”, fue su primera frase contundente. “Solo si las fuerzas democráticas y sociales se unen será posible dejar atrás un pasado que mancha a toda América latina y abrir las alamedas democráticas”, tuiteó poco después el mandatario colombiano.
Lo cierto es que las masivas manifestaciones que inundaron la Alameda O'Higgins o coparon durante semanas la Plaza Baquedano o Italia, rebautizada desde el estallido como Plaza Dignidad, parecerían quedar a mitad de camino si las premisas que las impulsaron no se ven satisfechas.
Un ex asesor de un convencional quechua describió el nuevo escenario post-plebiscito como “una derrota dura pero anunciada”. “Ahora el eje político ha cambiado, estamos a merced de los embates de la derecha, viene una crisis económica insoslayable, y la inminencia de un nuevo estallido social. Quizá si la élite política de Chile logra viabilizar una Constitución que deje de dar la espalda al pueblo, garantizando mecanismos que permitan que la política se conecte con sus necesidades reales, dejemos de dar risa a un mundo que observa detenidamente cómo nos hemos farreado la oportunidad histórica de deshacernos de la Constitución de Pinochet y de los abusos que ella permite”, sentenció el ex asesor Ariel León Bacián en una columna publicada en El Mostrador.
El accionar de Carabineros en el Cementerio General de Santiago, cuando el pasado 11 de septiembre dirigentes de izquierda acudían a rendir homenaje a Allende y a los detenidos desaparecidos frente al Memorial que los honra, o la irrupción de encapuchados protagonizando incidentes en el centro viejo de la ciudad son muestras de un clima enrarecido, donde las cenizas de lo que no hace mucho ardió apenas acaban de apagarse.