Ilustración Juan Pablo Dellacha
Desde que el jueves 19 de marzo a la noche el presidente Alberto Fernández comunicó a todo el país que salvo excepciones todo el mundo tenía que quedarse adentro de sus casas, ya nada fue como lo habíamos conocido hasta entonces. Nos sumergimos en un inmenso tobogán hacia lo desconocido, en el que nuestro sistema social sufrió una alteración profunda.
Aquel comienzo en el que el Estado y los medios de comunicación escrachaban a aquellos que violaban la cuarentena obligatoria, y que incluso se utilizaban de manera pública epítetos como “pelotudo” o “boludo” para señalar a quienes no respetaban el aislamiento social obligatorio, o asoma como lejano y acaso increíble, pero parece haber hecho mella en la sociedad.
Aunque esa idea inicial pudo haber sido la de acompañar el proceso de concientización colectiva para que cada cual se quedara en su casa con el objetivo de preservar la salud comunitaria, hoy se advierte cómo ese discurso ha penetrado hondo, y de otra manera, en varias capas sociales: un Estado policíaco en extremo, donde los vecinos aún señalan unos a otros, el escrache se extiende de la manera más perniciosa y donde la persecución se ha ido, en varios casos, por fuera de los carriles considerados como normales.
Córdoba
En Córdoba a diario la Policía y el Gobierno se ufanaban de ir engordando la cantidad de personas imputadas por violar la cuarentena. Cien un día, 300 otros, mil más, hasta llegar a 30 mil vecinos con los dedos pintados en una variopinta gama de situaciones: ir al quiosco sin justificación hasta juntarse con amigos en una reunión ahora denominada en el nuevo lenguaje público como “clandestina”.
Estos imputados representan más del triple de delincuentes hoy presos, con condenas o prisiones preventivas, en todas las cárceles de la provincia.
¿En sólo unos meses se triplicó la cantidad de personas que delinquen en Córdoba? ¿O acaso estamos en un abuso de la fuerza pública bajo la excusa de preservar la salud de todos? ¿Hasta dónde se puede dejar que avance el autoritarismo de las llamadas fuerzas del orden en desmedro de las libertades individuales? El ciberpatrullaje hace tiempo que llegó para quedarse, aunque algunos recién ahora se asombren. En épocas de cuarentena, proliferaron las apps que siempre acumulan información sensible.
No se trata aquí de plantear un debate sobre los tiempos de la cuarentena obligatoria ni de buscar una tajada en la falsa disputa de salud versus economía. Pero sí se pretende interpelar si nos olvidamos como sociedad de ponernos a cuestionar algunas verdades que parece que nadie se atreve a poner en entredicho, como si sólo hubiera lugar para un discurso único.
La cuarentena obligatoria fue el método que eligió, con matices, la mayoría de los países de todo el mundo. Pero acá el análisis lleva a reflexionar sobre qué efectos tuvo esto en la vida cotidiana, no en cuestionar si está bien o mal plantear una cuarentena.
¿En qué momento perdimos como sociedad la capacidad de poner en debate nuestras libertades más esenciales?
A la par que el miedo lógico ante una enfermedad cuya cura definitiva no aparecía como próxima, hubo un actor siempre clave en la vida de los argentinos que comenzó a aumentar cada vez más su ya alto poder: las fuerzas de seguridad.
Otra vez, lo mismo: de manera acrítica, gobiernos y sociedades dejaron que las Policías de cada lugar y las otras instituciones “del orden” se empoderaran cada vez más. ¿Y quién controló a quienes nos controlaban?
La Justicia, un servicio esencial para la vida democrática, desde que comenzó la cuarentena nunca dejó de trabajar con el freno de mano puesto.
Estamos experimentando una cuarentena de Primer Mundo en un país que apenas aspira a ingresar en alguna etapa de desarrollo. Porque en Argentina, de la que Córdoba jamás escapa en estas generalizaciones críticas, uno de los principales problemas radica en la incapacidad de la clase dirigente de la mayoría de los colores para asumir que gobierna una sociedad empobrecida a niveles de vergüenza.
Donde los raquíticos hospitales públicos fueron son sometidos a maquillajes de urgencia y las finanzas públicas de las provincias dejaron en evidencia, ya en las primeras semanas de cuarentena, que eran incapaces de soportar una crisis económica nueva. Clases vía Internet cuando son miles los alumnos que no tienen conexión ni computadoras fue otra de las pantallas del relato con el que se encubrió el nuevo drama: miles de alumnos que este 2020 se desconectaron por completo del sistema educativo. Las otras pandemias.
Situación nacional
Pero volvamos a las fuerzas de seguridad y su nuevo rol. Mientras que millones de argentinos se quedaban encerrados en sus casas, por miedo, por conciencia o por obligación, las calles fueron ganadas por un actor principal: policías que durante meses, con el gesto adusto, interrogaban a los conductores qué tan esenciales eran ellos para poder salir afuera. Nadie osó, en esos días, poner en discusión qué efectos esto iba a generar.
En varias provincias, como Buenos Aires y Córdoba, sus ministros de Seguridad, Sergio Berni y Alfonso Mosquera, comenzaron a ganar también un rol protagónico en los medios de prensa. Sin darnos cuenta, la pandemia y la cuarentena durante muchos días y largas horas se convirtió, en el discurso mediático, en un problema policial, ya que al comienzo, los números trágicos en los hospitales no escalaban como lo harían después.
Los políticos también se dieron cuenta que gozaban de un poder como nunca antes: habían mandado a todo el mundo a sus casas. Y algunos se tentaron con utilizar esa Fase 1 extrema para apurar reformas que en otros momentos hubieran generado un desagrado callejero de envergadura.
Los policías, cada vez más empoderados, también comenzaron a reclamar un nuevo lugar en el contrato social. Y en diferentes puntos del país, a punta de pistola de a poco empezaron a hacer oír sus peticiones. Hasta que en los primeros días de septiembre, una supuesta protesta por las condiciones salariales en la Bonaerense escaló hasta un punto inédito: patrulleros cercando la residencia oficial del Presidente.
Fue la gota más temible en medio de un país que ya estaba tambaleando por una serie de desquicios institucionales para los que la clase dirigente había aportado su gran cuota de esfuerzo: escándalos en el Congreso por sesiones virtuales que terminaron en bochornos de todo tipo, fallos judiciales en casos de corrupción que aparecieron de la noche a la mañana y un descrédito generalizado hacia las principales instituciones de la vida democrática.
A punta de pistola, la Bonaerense obtuvo un aumento para sus bolsillos. La enseñanza no sólo que fue pésima, sino que todo el país dio rápida vuelta de página sin que llegara la autocrítica necesaria. No hubo costos políticos, y a nivel relato todo se redujo a un problema de la Policía, con responsabilidades sólo policiales.
Gatillo fácil
En 2016, la licenciada en Ciencias de la Comunicación Mariana Galvani, doctora en Ciencias Sociales (UBA) e investigadora del Instituto de Investigaciones Gino Germani, publicó Cómo se construye un policía. La Federal desde adentro.
Se trata no sólo de una indagación sobre la formación policial y la tensión constante que tiene este trabajo con lo que el Estado y la sociedad esperan de un uniformado, sino que también permite leer qué piensa una porción del kirchnerismo sobre las fuerzas de seguridad. Galvani fue asesora de la exministra de Seguridad nacional Nilda Garré y siempre destaca a la actual ministra, Sabina Frederic, como una referente intelectual en la materia.
Entre otros conceptos, la autora escribió: “A veces, la propia policía se convierte en algo así como el 'loco social': se le imputan los actos violentos o represivos que perpetra, mientras se exculpa al poder político y al gobierno, origen de estos actos”.
Pocas semanas antes de aquella protesta salvaje de la Bonaerense, en Córdoba la Policía había matado a tiros a un joven, Valentino Blas Correas (17). ¿El motivo oficial? El conductor del auto en el que viajaba Blas no frenó en un control nocturno por la cuarentena. ¿El motivo real? Policías mal formados, peor capacitados y que estaban trabajando armados pese a tener otras imputaciones por graves delitos.
No se trató del primer ni el último caso de gatillo fácil en Córdoba. Meses antes, también en cuarentena, José Avila murió baleado por un policía que lo persiguió porque no quiso que lo contralaran por salir sin permiso a la calle.
Meses después, en octubre, un grupo de jóvenes policías empoderados y armados abrió fuego contra unos adolescentes cuyo único delito había sido reunirse de noche en la plaza de Paso Viejo, un pueblo perdido y pobre del norte cordobés. Hubo al menos 25 tiros policiales uno de los cuales mató por la espalda a Joaquín Paredes (15).
¿Qué hizo en todos estos casos el poder político cordobés? Señaló a ese “loco social” como el único responsable y hasta se intentó instalar en el relato oficial que los gobernantes y funcionarios eran “víctimas” del mal accionar policial. Una extraña manera de asumir las responsabilidades: porque los problemas policiales no son un asunto de la Policía.