Amanecía septiembre y los brotes y perfumes de la incipiente primavera hacían crecer la expectativa de que lo peor de la pesadilla colectiva había comenzado a pasar, pese a un pico de contagios cuya llegada se posponía semana tras semana.
En la residencia de Alta Córdoba donde pasaba sus días, virtualmente aislada en una burbuja sanitaria para prevenir contagios, Hugo seguramente comenzaba a intuir que esta vez no podría salir para almorzar con sus sobrinas y sobrinos, única familia cercana para alguien que, como él, era viudo y sin hijos.
El mayor de estos sobrinos, que siempre se ocupó de él, imaginaba el modo en que la fecha que se avecinaba, la del cumpleaños 94 de Hugo, no pasara inadvertida y a sus preparativos de hacerle llegar una torta y otros insumos que atravesaran las barreras del distanciamiento se sumó la idea de conseguir, como presente especial, una suerte de diploma o distinción del club de sus amores. Ese del que Hugo ostentaba orgulloso su carnet de socio vitalicio.
Pero, un par de días antes del aniversario, el Covid-19 se infiltró en la residencia y, aunque inicialmente dio negativo en los testeos, Hugo fue finalmente derivado a un sanatorio como portador asintomático de una enfermedad que se ensañó con los adultos mayores en todo el mundo.
Trasladado en una camilla encapsulada cerca de una medianoche desapacible y sin mayores explicaciones acerca de su internación, no fue extraño que los médicos indicaran que él, que siempre tuvo una lucidez envidiable para su edad, se mostrara “desorientado”. Así lo consignó el primero de los escuetos partes que familiares tuvieron que reclamar cada día ante la poca comunicación oficial sobre la evolución del paciente.
Soledades
La familia de Hugo intentó hacerle llegar saludos, afecto y deseos de recuperación en ese cumpleaños que pasó en aislamiento, junto a otros internados. Las comunicaciones con el sanatorio no fueron lo fluidas que deberían ser siempre en estas circunstancias.
Luego de algunos días de informes disímiles en torno a su evolución, las buenas noticias llegaron desde el centro de salud y anticiparon una próxima alta del paciente y su regreso inminente a la residencia. Pero muy temprano en la mañana del último sábado de invierno de este 2020, el médico de guardia llamó a su sobrino mayor para comunicar la repentina desmejoría, que había producido un desenlace inesperado y fatal.
Si la soledad y la despersonalización fueron casi una constante que acompañó a quienes padecieron la enfermedad y debieron ser internados de gravedad por ella, los protocolos fijados para quienes murieron por este mal y sus restos aumentaron las sensaciones de dolor, finitud e indefensión ante una pandemia como la que azotó este año al mundo.
“Pido perdón por la demora, pero somos dos para atender a toda la terapia”, se disculpó el médico de guardia, quien después de larga espera bajó a firmar el certificado de defunción y dio algunos detalles más de las razones del deceso. También explicó que por protocolo el cuerpo de Hugo iría directamente a la funeraria.
En la empresa de sepelios explicarían después que, por protocolo, sólo un familiar podría acompañar la llegada del féretro cerrado al cementerio parque donde los restos de Hugo, según su voluntad expresa, serían cremados. Como muchas veces en esta pandemia, aquí y en cualquier parte del planeta, los argumentos sanitarios colisionaban con los más elementales sentimientos humanitarios.
En la tarde de ese sábado de septiembre, cuando uno de los sobrinos de Hugo atravesaba el centro de Córdoba rumbo a su casa pensando todo esto, tuvo que desviar su recorrido por una de las tantas marchas en las que personas ataviadas con banderas reclamaban por supuestos “derechos y libertades coartados por la cuarentena”. Muchos de ellos no portaban barbijos y casi nadie respetaba el distanciamiento social para evitar contagios. Fue frente al Patio Olmos, donde unos días después otra marcha anticuarentena terminó con jóvenes (y no tanto) bailando música electrónica mientras tomaban cerveza y exhibían nula empatía con equipos de salud y pacientes que libran su batalla contra el Coronavirus.
Imposible saber cuántos casos de contagio, directo o indirecto, habrán sobrevenido de actitudes individualistas que ven sólo los derechos propios y eligen no mirar el contexto de esta emergencia singular.
La historia de Hugo, o su final, puede resumir o parecerse a lo vivido por muchos otros seres humanos a quienes el Covid-19 privó de un adiós diferente de este mundo. Como consuelo quedará que un día soleado, y según su última voluntad, sus cenizas fueron a abonar parte del suelo del club de sus amores; ese del que exhibía orgulloso su condición de socio vitalicio.