El estremecedor “fru-fru” de la pelota raspando las redes, los tapones de acero de los botines contra el poste de los arqueros que se quitan el barro, los silbatazos del árbitro, los gritos de los entrenadores, de los suplentes y de los jugadores en acción. Todo, bajo la bóveda de un extraño silencio.
Hubo un tiempo en que toda esa intimidad sonora del fútbol estelar quedó al desnudo en los inmensos estadios vaciados por la pandemia.
Sucedió cuando el juego, aun con buena parte del mundo en cuarentena -afectada, acorralada, con miedo y sin vacunas-, se reanudó de todos modos.
La ansiedad por echar a rodar de nuevo uno de los más grandes negocios del mundo era sobre todo de Europa. Allí están los jugadores y los entrenadores más caros, las competencias más vistas (desde la continental liga de campeones hasta los torneos internos de los países sobresalientes en el mercado del balompié) y hasta invierten en el asunto un grupo de los mayores millonarios del mundo, no importa si son árabes, rusos o libios.
Entonces, nosotros -que todavía estábamos tratando de aprender que había que mantenerse a dos metros del otro y sostener el barbijo sobre la boca y la nariz- vimos a los jugadores abrazarse e incluso besarse todos sudados a la hora del gol o del final del partido.
El poder del dinero, la televisión y la sed de los anunciantes abría una puerta especial, como suele suceder en las cosas de este mundo. El primero en retornar al juego con los estadios fue la liga alemana y casi un mes después lo harían la española y la inglesa (¿la diferencia del tiempo de regreso habrá influido en el 8 a 2 del Bayern Munich al Barcelona que vendría poco después?). En Argentina, los partidos debieron esperar hasta octubre.
Contagiados más, contagiados menos, el balompié atravesó su primer año en pandemia con goles a puertas cerradas, hasta que las multitudes volvieron a las gradas. El camino entonces al Mundial de Qatar 2022 quedó tendido.
Ese horizonte mundialista había sido trazado en diciembre de 2010, y como en las cosas que suceden en el futbol, el color del dinero deja su estela. Por ejemplo, las altas temperaturas del riquísimo país asiático obligaron a trasladar por primera vez las fechas de la gran competencia hacia fin de año (noviembre y diciembre), pese a los descalabros de calendario que pudiera generar en las ligas europeas.
Qatar, un pequeño emirato que se independizó del protectorado británico en 1971, tiene la mayor renta per cápita del mundo a partir del producido de sus reservas de petróleo y gas.
Un orden diferente
La FIFA, el ente rector del fútbol planetario, pareció por momentos tener su propio tablero de poder en el que regía un orden diferente al mundo real. Por ejemplo, con los votos de países latinoamericanos o africanos se podían tomar decisiones capaces de doblegar la voluntad europea y hasta del mismísimo Estados Unidos.
Así fue posible que en 2018 el Mundial se jugara en la casa de Vladimir Putin: Rusia. Claro que hay algunas decisiones que no son gratuitas, como que el selectivo destape de ollas de corrupción que suelen hacer los poderosos esta vez apuntó contra la vieja conducción que encabezaba Joseph Blater.
Y aquella Rusia que hace casi cuatro años era anfitriona de una fiesta que acaparó Francia, el campeón, hoy ha sido apartada absolutamente de la Copa del Mundo luego de la invasión a Ucrania.
Mientras tanto, Qatar, uno de los sitios del planeta en los que la abundancia de dinero parece triunfar, sobre todo, incluyendo la hostilidad seca de la arena, se dispuso a construir siete nuevos estadios, así como otras grandes estructuras, y puso manos a la obra.
Mejor dicho, las manos y en muchos casos la vida la pusieron miles y miles de trabajadores inmigrantes.
El diario inglés The Guardian denunció el año pasado que en las obras de infraestructura para la Copa del Mundo habían perdido la vida unos 6.500 trabajadores provenientes, sobre todo, de la India, Pakistán, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka. Por su parte, Amnesty Internacional la llamó “la Copa de la vergüenza”, por las condiciones laborales a las que fueron sometidos los trabajadores.
En estos días, además, se conoció el caso de la mexicana Paola Schietekat, que fue a Doha, la capital qatarí, contratada como economista conductual por el Comité organizador del Mundial: tras presentar una denuncia por acoso sexual, terminó siendo condenada a cien latigazos y a siete años de prisión. Como el acusado de abuso dijo que eran novios, la justicia local decidió condenarla a ella por el delito de relaciones extramatrimoniales. La intervención de la Cancillería de México consiguió llevarla de regreso a su país.
La cuestión es que el Mundial está en camino. Y Argentina, pese a tanta crisis y adversidad, se cuenta entre los países que más entradas pidieron.
Tal vez es esta ilusión que se encendió con la Copa América de la pandemia, que la selección ganó en Brasil y frente a Brasil (el primer título después de 28 años), con el potenciado liderazgo de Leo Messi.
Virtud nacional
El fútbol sacudió al siglo 20 como fuente de pasiones multitudinarias como acaso no se habían visto jamás en el planeta. Y más allá del juego de cada fin de semana, de los grandes equipos compuestos por jugadores provenientes _mucho dinero mediante_: de distintos lugares del mundo, los mundiales son una cita diferente. Es que asumen una carga emocional y cultural distinta a lo ordinario de tanto partido que se olvida al lunes siguiente (a Rusia 2018 se asomaron 3.200 millones de televidentes).
Por eso, esta larga cita de un texto del escritor George Orwell (británico nacido en India; autor de Rebelión en la granja”), escrito en 1945, sigue siendo un retrato tan interesante:
“Casi todos los deportes que se practican hoy en día son de competencia, se juega para ganar, y el juego tiene poco significado a menos que se haga todo lo posible por ganar. En el prado del pueblo donde se juegan los partidos y no hay implicado ningún sentimiento de patriotismo local, es posible jugar simplemente por distracción y ejercicio. Pero tan pronto como surge la cuestión del prestigio, tan pronto como se siente que uno y una unidad más grande se verán deshonrados si uno pierde, se despiertan los más salvajes instintos combativos. Cualquiera que haya jugado, aunque sea en un equipo escolar, sabe esto”.
Y concluye: “En el nivel internacional, el deporte es francamente una lucha mímica. Pero lo significativo no es la conducta sino la actitud de los espectadores y, detrás de los espectadores, de las naciones que se convierten en furias y creen seriamente, por lo menos durante cortos períodos, que correr y saltar son pruebas de virtud nacional”.
Aunque también es posible que saber jugar e imponer ese saber con convicción y pasión, en un mundo que tanto delira por el fútbol, por los triunfos en el fútbol, al fin y al cabo, tenga también algo de virtud nacional.
Al menos, y los argentinos lo sabemos por haberlo vivido, el sabor de una victoria futbolística es capaz de generar una gran dosis de autoestima colectiva.