Ilustración de Juan Pablo Dellacha.
En The Playlist, la miniserie de Netflix sobre la creación de Spotify, el fundador Daniel Ek va conquistando a los escépticos con una probada de la agilidad del reproductor que ha desarrollado. Los invitados (un inversor, el gerente de una discográfica, una abogada ambiciosa) se maravillan con la velocidad y el alcance de Spotify: cualquier canción que les venga a la mente está en la biblioteca de la plataforma y se reproduce al instante. No hay que esperar a que se descargue y no hay ninguna canción que falte.
Una década y media más tarde, esas escenas parecen de prehistoria. Para cualquier amante de la música se ha naturalizado el acceso inmediato y casi irrestricto a ella a través de Spotify, YouTube, Tidal o cualquier otra plataforma de streaming. Tanto, que hemos caído en la trampa de creer que lo que no está ahí no existe. Esa falacia es fácil de comprobar (si hasta artistas de la talla de Charly García ven amputada su obra en la plataforma sueca), pero más complejo es observar de qué modo las plataformas han tomado el lugar preponderante y casi excluyente de la industria musical hasta convertirse en el sentido común. Cómo han desplazado, al mismo tiempo, a las disquerías, las radios, los medios especializados y los canales de promoción acaparando para sí todo el esfuerzo de los creadores, la atención de los oyentes y el dinero de la publicidad.
La utopía del futuro
Según algunos de los nuevos gerentes de las discográficas, como Elsa Vivero, General Manager de Warner Music Group, en el futuro prescindiremos de tipear el nombre de un artista o de la memoria necesaria para retener el título de una canción. “[El futuro] dependerá mucho más de la situación y el contexto para el usuario y la música que está buscando en un momento particular”, afirmó Vivero en una nota de The Guardian. Para directivos como ella, que llegó al máximo cargo de la multinacional apenas un año atrás, las nuevas reglas están en ciernes y cosas como los álbumes y los géneros serán prácticamente obsoletos. Con la pasión de los conversos, Vivero y los directivos de su generación creen que en el futuro las personas orientarán sus búsquedas casi exclusivamente por sus estados de ánimo. Los comandos mediante control de voz serán la regla y eso llevará a que los usuarios soliciten a Siri o al asistente de Google listas de reproducción que encajen en conceptos musicalmente ambiguos e imprecisos como “música alegre”, “música de los ochenta”, “música para relajarse”, etcétera.
SANTIAGO ARANGO “Hay que ser antidisciplinado”
Aunque parezca una premonición lejana e improbable para muchos usuarios, el presente demuestra que las plataformas han modificado el consumo de música de un forma tajante y ciertamente orientada a ese pronóstico. Si bien la extinción de los discos físicos y de los álbumes como formato artístico sigue sin comprobarse, sí es cierto que las plataformas -en especial Spotify- han impuesto nuevas prácticas en los oyentes. Las playlists, por supuesto, son las principales: listas de reproducción que pueden ser creadas por personas o por robots y que crean la ilusión de singularidad. La fantasía de un grupo de músicas que nos distingue del resto de los consumidores, la emulación de la colección personal de música. Y también el extraño regodeo de ser observados y atendidos, como plantea en este artículo Sophia Ciocca refiriéndose a Descubrimiento Semanal, una de las playlists que Spotify diseña semanalmente para sus clientes premium. “Conoce mis gustos musicales mejor que cualquier otra persona en toda mi vida”, dice Ciocca, “y siempre estoy encantada de lo satisfactoriamente correcto que es cada semana, con canciones que probablemente nunca hubiera encontrado o que nunca hubiera sabido que me gustarían”. Un estudio reciente concluye, por ejemplo, que los usuarios de Spotify valoran de manera equivalente la posibilidad de explorar nueva música que provee la plataforma como la posibilidad de almacenar y archivar la música que les gusta en playlists y bibliotecas.
Un paisaje plano
¿Qué efecto tienen estas nuevas reglas en lo que escuchamos y la forma en que lo hacemos? Además de las frecuencias que a menudo se pierden en la reproducción digital, Spotify tiene compresores que ajustan el rango dinámico, normalizan el volumen o administran la tasa de bits. Aunque muchas de estas variables pueden ser manipuladas y ajustadas por los oyentes y músicos según su preferencia y nivel de usuario, la realidad es que el gran público acepta los términos y condiciones de la plataforma tal como están, y hace una escucha estándar del contenido. Y para disgusto de muchos artistas como Neil Young, lo hace en búsqueda de una mejor experiencia de escucha que tiende a una homogeneización, donde la similitud es un valor y la divergencia es marginada.
Estas condiciones hicieron que en 2016 varios investigadores descubrieran que existía un sinnúmero de “artistas falsos” en Spotify que subían música cotidianamente a la plataforma. Estos “artistas falsos” tenían perfiles en ninguna red social ni presencia en otros formatos de reproducción musical; simplemente producían y grababan música que se ajustaba a las playlists basadas en el estado de ánimo que realiza Spotify. Bajo nombres como Ana Olgica, Charlie Key o Lo Mimieux, obtenían decenas de millones reproducciones mensuales en listas como “Peaceful Piano”, “Music for Concentration” o “Piano y Chill”.
Por la forma de distribuir ingresos que tiene Spotify, la presencia de artistas como esos licúa los ingresos del resto, por lo que algunos observadores llegaron a pensar que era la propia plataforma la que alentaba su existencia. Spotify paga regalías en función de un porcentaje de los ingresos totales que han obtenido todos los artistas, por lo que los más populares reciben una participación mayor que los que tienen menos reproducciones. Por ello los artistas y sellos discográficos "reales" se quejaron de que la presencia de esos artistas falsos significaba menos regalías para otros en la plataforma. Spotify respondió: “No creamos y nunca hemos creado artistas 'falsos' y los hemos puesto en las listas de reproducción de Spotify. Categóricamente falso, punto final”.
Lo más notable es que la mayoría de los artistas señalados en las investigaciones resultaron ser personas reales que creaban música perfectamente adaptada para encajar en las playlists basadas en el estado de ánimo de Spotify. Es decir que la forma en que la plataforma presenta la música está reorientando los objetivos de los creadores. Dado que Spotify se basa en gran medida en tecnologías algorítmicas para el análisis de similitudes musicales y agruparlas en listas de reproducción, estos artistas estaban creando contenido que sería detectable a pesar de que no tenía nada de especial. O, como lo explicó el investigador Jeremy Wade Morris: “Estos artistas entendieron que la plataforma en la que estaban distribuyendo su música se basaba menos en el género tradicional, la personalidad del artista o el formato del álbum como impulsores de la categorización musical y más en el estado de ánimo, el tono y la ocasión de escucha, por lo que crearon su música en consecuencia”.