“La guerra por los catálogos es un signo de la época”
Me divierto mucho hablando de estos temas, confiesa Agustín Berti desde su casa en Córdoba, cuando ya hemos superado la hora de conversación. Podríamos seguir por varios minutos más: Nanofundios. Crítica de la cultura algorítmica (La Cebra-UNC), su último libro, reúne artículos en torno a un sistema de ideas poderoso y estimulante, que conlleva el desafío de comprender la forma en que funcionan los arietes de la industria cultural.
En el libro, Berti rastrea las claves del presente en la historia de la técnica y llega a caracterizar con precisión la forma en que se ordena la cultura en la era digital: qué rol cumplen los contenidos, las plataformas y los algoritmos en la economía de la atención, sin tropezar con la ilusión optimista de Silicon Valley ni caer en la negación o la nostalgia.
Berti es Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba, donde también dirige la Maestría en Tecnología, Políticas y Culturas, enseña e investiga. También integra el grupo de investigación sobre la técnica Dédalus.
-¿A qué llamás nanofundios y cómo afectan al acceso a la cultura?
-Es una especie de chiste interno más que un concepto, un juego de palabras que tiene que ver con la concentración de la propiedad intelectual. Así como existe el latifundio como concentración de la tierra, propuse este neologismo para hablar de la concentración de la industria cultural. Surgió de una discusión con Flavia Acosta y Pablo Rodríguez, en la que mi opinión es que la expansión del control sobre el copyright y la concentración de la industria cultural en pocas empresas tiene que ver necesariamente con la aparición de las granjas de servidores. Más tarde añadí las ideas sobre la captura de la atención y de datos como forma de cosecha. Pensar que en la economía de la atención, la forma en que se la captura tienen en la industria cultural una vanguardia de esos dispositivos (aunque haya otros, como las aplicaciones de salud). En una sociedad centrada en lo visual y lo auditivo, los datos surgen de los ámbitos de atención de la industria cultural: lo que más escuchamos y vemos es música, películas, libros, series. Por eso, la idea de nanofundio tiene un vínculo con la vieja industria cultural, que colaboró con esta nueva concentración de la propiedad intelectual en pocas manos. Hay un serie que va de la irrupción de las plataformas, la aparición de las tecnologías de la información, la aparición de censores y dispositivos de de captura de datos y las leyes de propiedad intelectual que organizan la industria cultural, sobre todo desde la desregulación de los medios a mediados de los '70 en Estados Unidos, que permitió la creciente aparición de conglomerados que son dueños de medios, estudios, disqueras, editoriales y empresas tecnológicas. Es la mal llamada convergencia que da forma a lo que yo me refiero con este concepto un poco irónico, que busca azuzar la discusión. Así como el latifundio remite a su reacción, que es la lucha por la reforma agraria, plantear la idea de nanofundio tiene también ese espíritu de provocar.
-¿Qué diferencias hay entre este estado de cosas y el dominio de la vieja industria cultural que conocimos en el siglo pasado?
-La concentración es evidentemente mayor. Un actor como Disney no tiene precedentes si pensamos en el catálogo que posee. Eso se puede considerar un avance más sobre los comunes, en términos marxistas: la atención y la cultura popular, entendida como el imaginario compartido de todo el siglo XX, donde el patrimonio de la experiencia de la infancia está asociada indefectiblemente a los productos de la industria cultural. Todo eso se ha concentrado: antes había actores marginales que hoy son cada vez menos. Aunque también aparecen actores nuevos, como La Granja de Zenón o Bizarrap: actores inesperados que capturan una porción muy importante del mercado desde lugares laterales. Pero la escala de esos fenómenos es muy chiquita, son fenómenos muy veloces que tarde o temprano son capturados por estas maquinarias. La guerra por los catálogos es un signo de la época. Por eso cuánto pagó Apple por el catálogo de los Beatles es un hito: son movimientos que parecen anecdóticos pero que luego van decantando en lo que pasa hoy, donde es cada vez más difícil descargar o reproducir algo por fuera de las plataformas. Hubo un momento de aparente libertad que en realidad preparó el terreno para que exista un control mayor.
-¿En qué medida el panorama actual puede poner en riesgo el derecho a la cultura?
MÚSICA Canciones: el nuevo commodity
-No soy un experto en la legislación sobre el derecho de autor, y no sabemos bien cómo funcionan estos acuerdos en relación a la exclusividad de ciertos artistas. Pero termina siendo un problema, como ya pasó en la guerra de los estándares por los formatos de video y discos, es decir los soportes: hay una situación que atenta contra la universalidad. Pero esta exclusividad aún no sucede en la música como sí está pasando en lo audiovisual: HBO tiene contenidos exclusivos, los mismo que Netflix, etcétera. Ahí hay un movimiento de compras y ventas de catálogos como si fueran acciones o parcelas que pasan de manos. Habiendo estudiado la historia de los algoritmos de la bolsa de valores no me sorprendería que los catálogos entren a los mercados de futuro en esa línea: que se vendan y compran a velocidades suprahumanos. ¿Qué pasaría para nosotros como espectadores si eso sucediera?
-De hecho, eso ya está pasando con JQBX, una plataforma que planea transformar la industria ofreciendo acciones en regalías musicales de canciones y artistas.
-Por eso yo trabajo en el libro la idea de contenido digital: lo llamo contenidismo. Está en la base de la ideología californiana y el tecnoptimismo de Silicon Valley, donde la cultura está desmaterializada y lo que hay son contenidos y creadores de contenidos; contenidos de calidad, contenidos restringidos. La idea de que no hay continentes, solo hay contenidos. Y me parece que la dinámica de las plataformas, que tiende a exclusivizar algunos contenidos, puede romper esa universalidad pretendida de los contenidos sin continente. Porque de repente vemos que las plataformas sí son continentes: cuando el contenido deja de fluir se rompe un poco la ilusión de la desmaterialización y el acceso universal que sustenta el contenidismo digital. Eso en la música todavía no pasó, pero sí está pasando en el audiovisual.
-En el discurso para captar inversores el CEO de Hipgnosis dice que es más seguro invertir en canciones que en oro o en petróleo. ¿Qué conlleva esta consideración?
-En Nanofundios planteo la idea de los contenidos digitales como flujos. Y si se los trata en términos de flujo se los puede tratar como commoditie. Por eso el contenidismo es la forma de hacer que el flujo sonoro o audiovisual se transforme en commoditie y lo ponga en equivalencia con otros flujos como el petróleo, el agua, la energía. Ahí aparece la posibilidad de pensar a las plataformas como dispositivos de gestión de flujos. Esa es mi intuición y lo que me mencionás de JQBX me suena a metaplataforma: plataforma de plataformas, casi como hizo NASDAQ. Compañías que crearon la infraestructura donde se da esa disputa. No me sorprendería que Hipgnosis u otras deriven en grandes compradoras de catálogos que terminen proveyendo a las plataformas, que a su vez pujen constantemente por esos contenidos. Una batalla tras bambalinas por la contenidización de las commodities culturales.
-Para calcular los precios de venta se hace una proyección de royalties (beneficios en concepto de derechos de autor). ¿Qué dice eso del modelo?
-Ahí entran viejas categorías de la industria cultural que se actualizan a velocidades suprahumanas: el caso de los bestseller y los longseller. Lo que se vende extraordinariamente en un momento preciso y lo que se vende sostenidamente en el tiempo. La capacidad de identificar esas inversiones y gestionarlas es lo que hacen algunos algoritmos como el protagonista de El reemplazante, una novela de Alexandre Laumonier que estuve leyendo: comprar y desprenderse de catálogos es algo que se va a acelerar como pasa con las acciones. Ya están existiendo metaplataformas como las de Claro y Flow, que ofrecen contenidos de distintas plataformas con distintos sistemas. Estoy iniciando un proyecto de investigación que trata de eso: un mapeo de las plataformas de contenido audiovisual existentes, para establecer esta red de plataformas y metaplataformas. En ese entramado van a pagarse royalties de una plataforma a otra casi sin gestión humana, sino con inteligencia artificial.
-¿Qué importancia tiene el negocio de la sincronización, que se plantea como horizonte y a la vez como herramienta a ser tratada con cuidado?
-Hay un antecedente que es el concepto de salud de la franquicia. Es un principio que viene del modelo de las cadenas de comida rápida, donde un local que falla puede ser sancionado por la central por afectar a toda la marca. Eso se aplicó a los productos de Disney y Marvel: no se puede hacer cualquier cosa porque daña a la totalidad. Es un concepto que viene de otro modelo de negocios pero que se extiende a la industria cultural, aunque en la música es más difícil: sigue habiendo en ella un criterio más personal y difícil de controlar.
-La idea parece ser la de promover más sincronizaciones de la música en series, películas o videojuegos antes que celar versiones o covers, y así lograr que los catálogos generen mayores ingresos.
-El tema es ver si hay covers o usos que dañen la canción. Un cover es imprevisible pero a la vez nimio. Ni siquiera un megalómano como el Indio Solari puede controlar que haya versiones de Ji Ji Ji: en un momento decide subirse a la ola y dejar que se haga. Cómo se va a gestionar eso es una pregunta, que tiene como certeza que las tecnologías permiten controlar mucho mejor eso que antes. Se ha desistido, por ahora, de la persecución judicial.
-También parece entrar en juego el hecho de que en las plataformas los usuarios prefieren escuchar música vieja. ¿Cómo opera eso?
-Creo que tiene que ver con la velocidad de asimilación. Formatos previos permitían asimilaciones más profundas, y los soportes actuales permiten asimilaciones mucho más superficiales. Por una cuestión sencilla, que es la cantidad de oferta. La sobreabundancia no permite asimilar con la misma intensidad que la escasez relativa que había cuando salió Nevermind, de Nirvana: en ese momento había 40 discos de rock sonando en el mundo; ahora es infinito.
-La plataforma como continente opera ahí también: mientras reproduzco una canción, en Spotify puedo ver que hay otras miles que no estoy escuchando.
-Sí, es un mal de época: pensar que nos estamos perdiendo de algo constantemente. Vivimos un estado de zapping. Y como el control remoto inventó el zapping, la plataforma inventó la playlist aleatoria o de novedades. Los algoritmos de recomendación son las vedettes del modelo porque efectivamente funcionan: hacen que lo que escuchamos sea más agradable para nuestro gusto. Aunque, haciendo un análisis profundo, existe, por ejemplo, cierto sesgo demográfico que no pueden romper aún: para mí una secuencia lógica del Indio Solari hacia Bowie y Charly García es lo razonable, por lo que cuando aparecen La Renga o Callejeros es una especie de afrenta. Entonces paso el tema, o lo marco como negativo, pero vuelven a aparecer. ¿Por qué? Porque para una parte importante de la población la secuencia Indio, La Renga, Callejeros es tan razonable que influye sobre los otros sesgos algorítmicos de gente que no la vería como tal. En ese tipo de distorsiones se está jugando la forma en que se crea el nuevo gusto musical: algoritmos de recomendación más que sellos o autores. El que mejor sintonice cuál es la secuencia que está más de acuerdo con nuestros gustos va a capturar el mercado. Pero si eso es suficiente para conformar una experiencia vital de la música ya no lo sé.
-En el libro te detenés en la diferencia entre obra única y obra técnicamente reproductible para entender el nanofundismo. ¿Por qué es importante esa diferencia?
-Viene de un ensayo de Walter Benjamin que ha sido muy citado y muy criticado también. Ha pasado mucha agua bajo el puente pero Benjamin logró señalar la relevancia y la novedad de la aparición de un soporte estandarizado, aunque él no use esas palabras. Aparece el tema del continente técnico como problema de primer orden: nunca los pintores no habían prestado atención al lienzo, pero la aparición de una superficie de inscripción estandarizada como puede ser el vinilo o el papel industrial marcan este problema. En el libro hago una historia paralela de las exteriorizaciones por esto mismo: producciones que tradicionalmente consideramos culturales (música, películas, libros) y producciones que consideramos herramientas en pie de igualdad. Era importante para mí entender de ese modo a los productos del lenguaje y a los productos del utillaje, en términos de Bernard Stiegler. Y verlos a todos como exteriorizaciones, como extensiones de la vida humana más allá del individuo. Al hacer esa operación, aparece una novedad en las exteriorizaciones que es el estándar. Y cuando algo se estandariza gana velocidad su replicabilidad. Pero también se limita: no puede repetirse de cualquier modo, sino de una manera determinada y así conformar una serie. Esas series idénticas a sí mismas hacen que, luego de algunas variaciones, las obras se estabilicen en torno a un estándar (como fue el 33rpm en la industria discográfica, el 35mm en el cine) y ganen en alcance: se abaratan y difunden mucho más. Hoy los estándares duran cada vez menos. Lo que dice Benjamin en aquel ensayo es que no es lo mismo la reproducción técnica de una obra aurática, como puede ser la foto de la Mona Lisa, que una película, que es una obra de arte de la reproducibilidad técnica: donde no hay original porque no hay falsificación. La dinámica de la obra única, en cambio, es el original y su falsificación. En la obra técnicamente reproducible no hay falsificación y por su propia naturaleza técnica, dice Benjamin pensando en el cine, una misma obra admite múltiples versiones: nace abierta. Eso es propio de la reproducibilidad técnica. Y es la diferencia entre las obras únicas, que por medios técnicos son reproducidas, pero persiste un original que es la fuente de las variaciones. Mientras que las obras de la reproductibilidad técnica nacen con múltiples output posibles: una película puede tener múltiples montajes. Eso se magnifica en la actualidad digital y por eso me parece que la idea de obra es anacrónica, en tanto como algo estable. Las producciones culturales son más bien metaestables: tienen una estabilidad relativa hasta que una información ingresa a ese sistema y desencadena un cambio que fuerza otros cambios que genera otra metaestabilidad.
-Sin embargo, estos movimientos en torno a las canciones muestran que sigue muy fijada la idea de original en la cultura.
-Sí, está el valor del original como obra única. Pero también está el problema de la propiedad intelectual, que para mí es conflictiva. En términos de evolución técnica es completamente artificial: si asumimos que hay una evolución de las técnicas, la propiedad intelectual es una distorsión que la impide o interrumpe. Son represas que clausuran cosas que per sé no están clausuradas: entendiendo una canción como un sistema técnico, no tiene nada inherente a sí misma que demande propiedad intelectual. Es una imposición extra técnica.
-¿Qué implicancias culturales tiene lo que vos llamás automatización del juicio?
-La crítica siempre fue un sistema de gestión de flujos. Y el crítico se entiende a sí mismo como un actor capaz de valorar y apreciar aspectos inherentes a una obra, es decir como alguien capaz de ordenar el flujo. Ese lugar del crítico, que es el de un filtro de la cultura para poder navegarla, es un criterio de ordenamiento. Pero hoy aparecen otros. Y el corrimiento del crítico hacia el lugar del curador, como alguien que tiene un criterio, es lo que está apareciendo como una reinvención del valor que tiene esa sensibilidad educada con capacidad de discernir. El algoritmo no es capaz de discernir: entiende al Indio Solari y Callejeros como partes de un mismo patrón y trabaja sobre ese patrón para generar proyectivamente una playlist. La idea del libro era rastrear el devenir algorítmico de la cultura y ver por qué hoy el algoritmo reemplazó a la crítica. Incluso a la crítica filosófica. Hay una delegación técnica en una entidad que hace algo parecido a lo que hacía el crítico, solo que a otras velocidades y otras escalas. Pero su efecto es paradójico porque le cuesta mucho encontrar novedades: como se basa en sesgos históricos, el algoritmo tiende a ser conservador.