Hay días señalados que no se esfuman nunca de los sentidos, que hasta se guardan en los recuerdos con los instantes en detalle.
Son muy pocos los que se marcan así, tan intensamente, entre tantos otros que desaparecen por completo del radar de la memoria. Los que son ajenos a nuestra bitácora individual, suceden cada vez que el tiempo común que nos ha tocado vivir nos estampa todo su ardor histórico en la cara.
Aquella mañana del martes 11 de septiembre de 2001, tibia acá en el aire del sur, los recuerdos se quedaron sordos. Frente a las pantallas, no escuchamos el estallido del inesperado segundo avión al estrellarse contra la segunda torre, mientras aún el mundo trataba de entender qué es lo que había pasado en la primera torre con el primer avión.
El fuego lejano en los edificios más imponentes de Nueva York era una fogata en todos los televisores de los bares de la peatonal de Córdoba. Hasta que aparecieron puntos en la imagen, primero incomprensibles y luego estremecedores.
Sí, esas siluetas que se caían desde lo más alto que haya llegado alguna vez la desesperación, eran personas. El viaje hacia el abajo final era tan largo que la caída, la muerte, parecía durar toda una vida.
Tampoco escuchamos sus gritos, ni siquiera nos alcanzaba la imaginación para imaginarlos.
Sólo faltaba el gran derrumbe, y finalmente sucedió: las torres del World Trade Center se volvieron de polvo, así como la gente que estaba en sus entrañas. Puro polvo. El corazón del imperio del momento, el mundo todo y su sentido parecían estar hecho de polvo, igual que la ilusión humana de consistir en la Tierra. “De polvo somos y en polvo nos convertiremos”, dice la Biblia.
Mientras tanto, nuestras historias personales se diluían en medio de semejante estremecimiento colectivo y contemporáneo.
Horas después uno escribiría para las páginas del diario cordobés La Voz, párrafos como éstos: "Entre tanto dolor, estupor y rabia, tal vez los estadounidenses puedan comprender ahora la inmensa dimensión trágica de la guerra y puedan entender el terror de vivir expuestos a un salvaje manotazo de muerte y destrucción (...) tal vez hayan sentido ayer en carne propia el horror y, aunque se presuman invencibles, ahora comprendan que también son vulnerables".
O éste: "En medio del dolor, la sociedad norteamericana (el verdadero objetivo del ataque y el verdadero sostén de las políticas de sus gobiernos, más allá de las razones de los atacantes) quizá pueda darle una oportunidad a la reflexión. Si la reacción es responder como un león herido, con una agresión aún más violenta y contundente, es probable que el terror y el fuego se expandan ya sin contención por el planeta".
Todavía estábamos saboreando la promesa de nueva era que nos había traído el milenio recién comenzado, y cuando el tremendo 11S enseguida fue llamado “El día que cambió al mundo”. Nada de eso, el mundo seguiría siendo violento y sordo como siempre. (El siglo 20 había comenzado con el asombro de que el día a día de las guerras podía conocerse a través de un nuevo instrumento informativo: el telégrafo; ahora, en el albor del 21, los televisores mostraban el fuego en vivo y en directo).
Pero la razón y la verdad también se cubrieron de polvo. Entró en escena el escalofriante concepto de guerra preventiva, que venía a decir que el dueño de la fuerza sólo le alcanzaba con la duda para matar.
Así fue que Estados Unidos, después de haber sido alcanzado por primera vez en sus propias vísceras territoriales por un ataque extranjero, salió a extender el fuego mucho más lejos, y lanzó sobre Afganistán e Irán sus supuestas guerras punitivas. (Esa dirección a la que apuntaron todas las armas norteamericanas le dejaron a Sudamérica la posibilidad de intentar un camino más venturoso luego de la devastación neoliberal de finales del siglo 20).
Y 20 años después, en estos días, EE.UU. se acaba de retirar de Afganistán agobiado por una guerra inconducente. Por si fuera poco, los fugitivos que caían desde los aviones tratando de huir de lo que vendría, refrescaron el horror desesperado de aquellas siluetas que caían de las Torres Gemelas.
En tanto, el terror recorrería un planeta plagado de aeropuertos nerviosos. Y, ya se sabe, el terror paraliza. El terror es el miedo, y nada hay más conservador que el miedo, aunque no todos los miedos son iguales. Igual vendrían otros atentados a multiplicar en muchos países la sensación de que salir a vivir cada día podía ser una trampa fatal.
Estar vivo frente a la muerte es una de las experiencias más tremendas. Pero el 11 de septiembre de 2001 la muerte montó un espectáculo tan fuerte que para aquellos que asistimos a esa mañana casi primaveral, el espanto aún no se nos quita de las sensaciones. Mientras tanto, el mundo sigue sordo.