MÚSICA

¿Cómo se gestionan los derechos de autor?

La propiedad intelectual está contemplada en la Constitución, pero los mecanismos para gravar y controlar el uso de las piezas de música en beneficio de los autores es deficiente. Por Luciano Lahiteau

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20-02-2023

Ilustración de Juan Pablo Dellacha.

En Argentina aún no se han reportado ventas de catálogos musicales. Por muchos años, el desorden y el desmanejo de los derechos de los autores de composiciones musicales ha ido menguando el interés de los músicos por su custodia. Y los ha llevado, incluso, a negociar sus beneficios en condiciones de desventaja para poder grabar o tocar en vivo. Iniciativas como las del Inamu en relación al catálogo del desaparecido sello Music Hall puso en evidencia estas injusticias. Ahora, el giro de la industria que impulsa el modelo digital, que incluye la promesa de un control más celoso de las autorías, podría cambiar esta realidad.

En nuestro país, la propiedad intelectual está contemplada en la Constitución Nacional. En el artículo 17, se establece que todo autor o inventor es propietario exclusivo de su obra. Y en la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual se instrumenta que el derecho incluye “disponer” de la obra de su autoría. El problema con las obras musicales es que varias personas pueden estar haciendo uso de ella al mismo tiempo y en distintos lugares (reproduciéndola, grabándola, interpretándola). Eso hace imposible para el titular de la propiedad intelectual ser custodio efectivo, como puede ser el propietario de otros objetos u obras. Así surgió la necesidad de la gestión colectiva del derecho de autor, que se encauzó a través de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música (SADAIC) en 1936.

Mediante SADAIC, los autores y autoras recaudan y distribuyen los beneficios que las obras musicales generan. Cada vez que una pieza musical se reproduce, graba, interpreta o transcribe se paga una tasa como retribución por el uso de esa música. También cuando se la incluye en una película, un comercial o en un segmento de TV; incluso si se la usa en una página web o como ringtone. Eso, al menos, en teoría. Año tras año, SADAIC se enrolla en discusiones con sectores que evitan pagar o pagan por debajo de lo que indica la ley, o que directamente ignoran los derechos de los autores. Lo hercúleo de la tarea de SADAIC (que debería estar al tanto de cada uso público que se haga de una canción en cualquier parte) llevó a que, en la práctica, los ingresos que percibe por autoría sean más simbólicos que realistas. 

Además de SADAIC existe la Dirección Nacional del Derecho de Autor, en la órbita del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Allí se registran los autores y sus obras, así como los contratos que ellos celebran para publicarlas. La propiedad intelectual debe probarse al momento de la inscripción y se ejerce de por vida. Luego, pasa a los herederos durante 70 años después del fallecimiento del autor (o del último de los coautores). Y por último a dominio público, cuando su uso deja de estar atado al permiso explícito del creador y los beneficios económicos que genera pasan a financiar instituciones y programas de fomento cultural públicos, como el Fondo Nacional de las Artes. 

La informalidad del sector es generalizada y es difícil para los autores hacer prevalecer su derecho sobre las obras. Sin embargo, en eventos de gran magnitud o de mucha visibilidad pública, como los megafestivales que se han convertido en norma, la percepción de SADAIC es más efectiva y se ajusta más a la realidad. Pero eso no quiere decir que todos los músicos sean justamente retribuidos. Según un secreto a voces del sector, muchas productoras solicitan los ingresos por derechos de autor a los artistas a cambio de incluirlos en la grilla de los festivales, o de invitarlos a actuar como número local antes de un concierto internacional. Así, las productoras se asegurarían “un retorno” de la inversión en el espectáculo y los artistas la posibilidad de acceder a la visibilidad que da un gran escenario, ante una gran audiencia. 

En el modelo digital, donde algoritmos e inteligencias artificiales son capaces de procesar datos a una velocidad y cantidad imposible para los humanos, el control podría ser más preciso y celoso. Esto, también, en teoría. Los errores y confusiones también se multiplican a velocidades imposibles. Y lo intrincado e imperceptible de los mecanismos de la IA a menudo hace imposible de asegurar si los cálculos que realiza son correctos o no. La manera en que lo hacen las plataformas de streaming está en debate, como hemos visto. Y la disponibilidad continua y global de tanta música grabada ha provocado una ola de demandas por plagio donde, a cada canción exitosa, le sigue un rosario de denuncias que buscan obtener una porción de la torta. Quizás sea tiempo de volver a poner en debate la noción de propiedad intelectual sobre las composiciones musicales. Para discernir la mejor forma de reconocer el trabajo de los músicos y para que las tecnologías reporten en su favor antes de hacerlo, en forma opaca, en beneficio de otros. 

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Redacción Mayo

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