Fotos Sub Cooperativa de Fótografos
Ariel “Guille” Cantero, el líder de Los Monos, cumple una pena de 96 años de prisión por la acumulación de ocho condenas. Ramón Machuca, su hermano de crianza, fue condenado a 36 años de prisión. Celestina Contreras, la madre de ambos, recibió diez años de cárcel. Otros siete integrantes de la familia Cantero y los que fueron sus principales colaboradores en el enfrentamiento con otras bandas están en prisión. Sin embargo, mientras las fuerzas federales se despliegan en la provincia, Los Monos continúan en actividad y la narcocriminalidad tiene en vilo a Santa Fe con una sucesión de crímenes y venganzas.
La persistencia del problema en el país descubre los límites de las acciones represivas. “Enmarcar la política de drogas como una cuestión de seguridad ha sido un error característico de las élites dirigentes, influenciadas por la dinámica electoral -dice el politólogo Sebastián Cutrona-. Es más fácil mostrar cien nuevos patrulleros y doscientos policías en la calle que atacar los problemas subyacentes: la deserción escolar, la descomposición de los contextos de socialización como el barrio o la familia y la urbanización acelerada que han sufrido lugares como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Córdoba o Rosario”.
Para Eugenia Cozzi, doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires, los estereotipos que se aplican a los protagonistas y a los hechos agregan más obstáculos. “La idea de una guerra por el mercado de las drogas ilegales construye una retórica bélica que no permite comprender al fenómeno en su complejidad y genera efectos complicados en términos de pensar políticas de seguridad. Es más conveniente desarmar esas categorías, más propias de otros países de la región”, dice.
Desde el retorno de la democracia, agrega Cutrona, “la política nacional de drogas se caracteriza por el antagonismo: por un lado, ha favorecido un sistema punitivo, especialmente contra los consumidores y los sectores más vulnerables de la población, y por otro ha promovido la defensa de los derechos humanos como demostró la Corte Suprema de Justicia de la Nación con el fallo Arriola de 2009”.
La sentencia del máximo tribunal declaró inconstitucional el párrafo de la Ley 23.737 que castiga la tenencia de estupefacientes para consumo personal con una pena de 1 mes a 2 años de prisión. Sin embargo, no termina de sentar jurisprudencia: “El foco de atención de la Justicia y de las fuerzas de seguridad, que son una ampliación del Poder Ejecutivo, siguen siendo los consumidores y no el narcotráfico”, observa Cutrona, autor del libro Drogas, política y actores sociales en la Argentina democrática.
La trama social
En un artículo publicado en la Revista del Ministerio de Defensa de la Nación, Cozzi describe “un contexto de diversificación y ampliación del rubro narco” en los últimos años, por el cual “se pasó a un sistema de comercialización a mayor escala, que implicó una división del trabajo más compleja y sofisticada en su interior”. Hay nuevas jerarquías en el mundo del delito y especialidades de dominio público: soldadito (el que custodia los puntos de venta), sicario (el que ejecuta crímenes o atentados), bunkero (el que atiende el quiosco de drogas).
Profesora e investigadora en la Universidad Nacional de Rosario, Cozzi destaca que “las tareas ligadas a los mercados ilegales son entendidas como un trabajo” por los jóvenes que participan en los eslabones más débiles y vulnerables de la cadena de producción y comercialización de drogas. La situación refleja lo que ocurre en el mercado laboral, donde acceden al tipo de empleo “más precario, de menos ingresos y en donde abundan las relaciones informales”. En la investigación que realizó en barrios de Rosario y Santa Fe hasta 2015, “les jóvenes caracterizaron sus experiencias laborales legales como humillantes y de explotación”.
Esteban Rodríguez Alzueta, investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y director de la revista Cuestiones Criminales, analiza la trama social en que se insertan el narcomenudeo y sus gestores. “Los ilegalismos populares suelen prosperar en sociedades muy desiguales, con economías deprimidas, donde la comunidad suele estar además bastante fragmentada. Hoy en día no solo el Estado inyecta plata por arriba a través de la asistencia social: también lo hacen los empresarios de estos mercados ilegalizados”, advierte.
“Por supuesto que estos mercados generan contradicciones en el propio barrio -agrega el investigador-. Los vecinos saben que impacta en la salud de sus hijos, pero por otro lado los transas suelen encargarse de mantener despejado el territorio de ventajeos y arrebatos, y le ponen plata en el bolsillo a un montón de gente que sale a consumir en el barrio. La señora que puso una despensa sabe que para comprarse otras dos heladeras o estoquearse mejor puede pedirle un préstamo a los transas que luego se devuelve de distintas maneras, con otros favores. Esos consensos más o menos forzados contribuyen a sostener la economía barrial en la línea de flote”.
Otro aspecto central, señala Cozzi, es que el vínculo entre narcos y soldaditos no supone una relación típica entre jefes y empleados. El narco representa más bien la figura “del patrón bondadoso y protector” que conoce a sus empleados, ofrece ayuda y atenciones y genera así una especie de obligación moral en los jóvenes, quienes deben retribuir esos servicios con su lealtad y su fuerza de trabajo.
Las fuerzas de seguridad, y en particular las policías, siguen siendo parte del problema. “Las policías son la mano invisible de estos mercados. Porque los mercados necesitan regulación. Y regular significa dos cosas: agregarles certidumbre a los negocios y aportar marcos para resolver las eventuales contradicciones que puedan llegar a suscitarse”, dice Rodríguez Alzueta.
El monitoreo policial del delito consiste en contener los conflictos entre las partes de los mercados ilegales sin costos políticos, “porque un homicidio expone al comisario, al jefe de la departamental, al ministro de seguridad, al gobernador”. El asesinato de Candela Rodríguez expuso esa práctica en 2011, según Rodríguez Alzueta: “En la zona norte del Conurbano Bonaerense habían aumentado los secuestros express, secuestros que tenían una llamativa cifra negra, que no se denunciaban porque todo el mundo estaba al tanto de por qué ocurrían. Es decir, el secuestro fue una solución que impuso la Policía Bonaerense en aquel momento para que los empresarios de los mercados ilegales no se tiraran con muertos”.
Cozzi puntualiza una particularidad en los vínculos entre policías y jóvenes vinculados con los mercados ilegales en la provincia de Santa Fe: “El arreglo clásico se hacía para no terminar preso. Ahora el actor policial es parte de la misma organización. No hay que pensarlo entonces como alguien externo sino como parte de la trama de relaciones. Hay investigaciones que evidenciaron la intervención de la policía para que se persiguiera a determinados grupos y no a otros. Así como el mundo narco no es homogéneo y hay diferentes posiciones y lugares de poder, la policía tampoco es un actor monolítico en el circuito de los arreglos y las negociaciones”.
El modelo menos indicado
Desde que en 1999 el entonces vicegobernador de Buenos Aires Carlos Ruckauf exhortó a “meter bala contra los delincuentes”, las recetas de la mano dura aparecen una y otra vez en el discurso político como panaceas contra el delito en general y el narcotráfico en particular pese a su comprobado fracaso. “La dinámica electoral ha tendido a imponerse sobre la evidencia empírica. Atacar los factores subyacentes requiere políticas a largo plazo que probablemente no sean capitalizadas por los políticos de turno”, destaca Sebastián Cutrona.
Rodríguez Alzueta descuenta que “la legalización de las drogas va a darse más temprano que tarde”. Cutrona considera a la descriminalización del consumo de drogas blandas y duras adoptada por Portugal en 2001 como “la política más exitosa hasta el momento en materia de consumo de drogas, no contra el narcotráfico sino para desalentar el comportamiento problemático”. Mientras tanto, el modelo menos indicado parece el de tratar a las drogas como un problema exclusivo de seguridad.
“La construcción de una retórica bélica en relación con la violencia en términos exclusivamente policiales genera intervenciones que agravan el problema -afirma Cozzi-. La cuestión es complejizar la mirada para pensar otro tipo de intervenciones, que incluyan a otras agencias estatales más allá de la justicia y de la policía y a las organizaciones de la sociedad civil, y discutir el paradigma prohibicionista”. Mientras tanto, agrega Cutrona, “qué hacer con el problema de las drogas es la pregunta que Argentina tiene pendiente”.