Ilustración Daniel "Pito" Campos
Una mujer tucumana que estaba presa en la cárcel de Mujeres de Bouwer, en las afueras de la ciudad de Córdoba, el pasado miércoles 10 de noviembre recuperó la libertad. Apenas puso un pie en la calle, se sintió en la peor de las intemperies: nadie la esperaba y no tenía cómo volver a su provincia. Ni dinero para un pasaje tenía. Logró llegar hasta las oficinas del Patronato del Liberado y la recibió el policía que estaba de custodia, que le dijo que ese día no estaban atendiendo de manera personal. Fue entonces a buscar ayuda a la Fundación Una Luz de Esperanza, a la que había conocido dentro de la cárcel y, a través de ellos, logró conseguir el dinero necesario para volver a su provincia.
Ariel Calisaya, quien a los 19 años ingresó en la entonces temida cárcel de barrio San Martín, en la ciudad de Córdoba, es el impulsor de Una Luz de Esperanza. Imaginó la fundación para desarrollar emprendimientos laborales que permitieran a los recién liberados encontrar algún cobijo ante el desamparo de la nueva libertad.
Para lograrlo, cambió de manera personal un viejo precepto carcelario: tras recuperar la libertad, ingresó varias veces más en la cárcel, pero esta vez por convicción, con la idea de comenzar desde adentro una tarea social y evangélica. Sabe, por su propia historia, que el día después de la liberación se traduce en nuevos barrotes invisibles.
“En realidad, ¿qué te puedo decir? Pese a que algunas veces hemos recurrido a la parte estatal, no hemos tenido muchas respuestas. Y nosotros, como fundación y cooperativa, seguimos teniendo una importante demanda de aquellos que van recuperando la libertad. Por ahí, pienso que al Estado no le interesa lo que uno plantea, menos aún durante la pandemia y ahora todo está más complicado: no generamos el mismo empleo y la gente que sale se encuentra con que hay menos respuestas, menos posibilidades”.
Grupos de trabajo de pintura, de mampostería, de albañilería, además de una fábrica de aberturas de aluminio. Son 15 personas, que van rotando de manera constante, aunque la demanda multiplica varias veces este número. Con fondos siempre escasos, hoy buscan comprar una máquina bloquera para que 100 familias de muy bajos recursos, allegadas a personas que estuvieron presas, puedan construir o ampliar sus hogares.
Polémica perpetua
La cárcel siempre figura presente en los interminables debates irresueltos de los argentinos. En épocas de crisis, la inseguridad suele acaparar las noticias y las tensiones diarias. Y de inmediato, el discurso político y social comienza una vez más con la interminable polémica de la mano dura, sin contexto, sin una mirada amplia.
El 8 de noviembre último, el quiosquero Roberto Sabo fue asesinado a balazos durante un asalto cometido en la localidad bonaerense de Ramos Mejía. En plena campaña legislativa, el crimen producto de la inseguridad copó la agenda nacional de noticias, siempre anclada a la realidad del AMBA. El acusado del homicidio, Leandro Daniel Suárez (29), fue atrapado horas después. Había estado seis años preso por robo y hurto, y había recuperado la libertad sólo un tiempo antes de este asesinato.
Primero, se filtró que había salido antes de tiempo de la cárcel, lo que encrespó el debate sobre las salidas transitorias, más en Buenos Aires, donde la pandemia por el Covid provocó una mayor liberación anticipada de presos, en comparación con el resto del país. De acuerdo a lo que publicó Clarín, en base a datos oficiales de la Procuración General bonaerense, en 2020 quedaron en libertad 5.646 detenidos en esa provincia, unos 15 por día. En 2019 había sido liberados 3.955 presos, un 30% menos.
Esta realidad, lejos está de haber sido una norma nacional. En Córdoba, por ejemplo, los presos liberados por algún riesgo relacionado al Covid no superaron los dedos de una sola mano.
Cada vez más presos
En 2002, la provincia de Buenos Aires tenía poco más de 16 mil detenidos en las cárceles. Hoy, la cifra asciende a 42 mil. En casi 20 años, todas las provincias del país duplicaron o más su población carcelaria, según el Sistema Nacional de Ejecución de la Pena. En ninguna se puede aseverar que la inseguridad disminuyó en estas dos décadas, sino todo lo contrario.
Ahora bien, confirmado que el acusado de asesinar al quiosquero de Ramos Mejía no había recibido ningún beneficio, sino que regresó a la calle tras purgar su condena, comienzan las otras preguntas, las que más inquietan.
¿De qué sirvió, entonces, que hubiera estado preso? ¿Entró siendo un ladrón y ahora es un asesino? ¿Para qué lo tuvo el Estado tanto tiempo bajo su custodia?
El Centro de Estudios Latinoamericanos sobre Inseguridad y Violencia (CELIV) le puso cifras a estos interrogantes: aproximadamente, cuatro de cada 10 internos habían pasado anteriormente por una cárcel o internado en un centro de menores infractores.
“Para mí, la cárcel sigue siendo sólo un lugar que no rehabilita. Un lugar para pasar el tiempo y esperar a salir”, acota, con la simpleza que da la universidad de la calle, Ariel Calisaya.
El día después, subraya Franco, otro expreso cordobés, termina por ser impiadoso: “Hemos dejado de golpear algunas puertas, por la falta de respuestas. No nos queda otra que ser independientes del Gobierno, y buscar salir adelante por cuenta nuestra. Pero muchas veces, los que salen de prisión quedan en situación de calle, no tienen nada. Y aquellos que han vivido el delito, que han participado del delito, sabe que el delito puede ser una opción. Y la falta de respuestas cuando quedás en libertad te puede empujar a eso”.
Más que una justificación o una mirada complaciente, Franco describe una porción de la realidad de estos tiempos.
La condena social
El haber estado preso termina por generar un estigma que en Argentina se lleva de por vida. Se trata de la otra condena. Por ejemplo, cuando deben presentar certificados de buena conducta, un papel que en la práctica les termina por cerrar varias puertas, por más que la condena se haya cumplido en su totalidad.
“Hemos tenido un montón de veces discusiones y nos cuesta mucho visibilizarlo. Compañeros que han ido a trabajar en countries y te piden certificados de buena conducta. Cuando un policía te controla y detecta que tenemos antecedentes, te doblan el brazo y te empiezan a tratar de mala manera. Una vez, viajando, nos paró la Policía y el agente nos dijo que un antecedente es como un lunar, que no se borra más. Le dijimos que ya habíamos pagado con nuestra condena, que hoy estábamos ayudando a la gente, pero ese policía me quería pegar. Y eso pasa con el certificado de buena conducta: si ya cumpliste, para qué te lo siguen pidiendo”, acota Ariel.
Por eso, cuenta que tiene un sueño más, tan simple que cuesta entender cómo se le hace tan cuesta arriba: generar una sede de información de derechos para personas liberadas. “La idea es que sea una oficina que reciba a personas que recién recuperan la libertad y se encuentran desorientadas, sin un rumbo fijo. Es necesario tener una guía afuera, porque hay personas que salen y no saben leer, que siguen con los problemas de antes...”, sintetiza.