¿Qué sacude la modorra de las campañas electorales?
Una buena incógnita a despejar es si es separable lo político y lo no político en una campaña. Y parecería que no porque la ausencia de límites entre lo político y lo no político es un correlato de la hiper personalización política, sean de los liderazgos y su rol público, como de la propia ciudadanía en el uso de las redes sociales y una superpoblación de historias que hacen cotidiano y público lo íntimo.
Hace años se demostró que las campañas electorales presidenciales llevaban la personalización hasta el paroxismo. Se sabe ya que una plataforma electoral es una pieza de arqueología: más del 80% de los contenidos comunicacionales en una campaña está destinado a hablar de las candidaturas y no de sus propuestas. Así, las causas son las de los liderazgos, las ideas son las de los liderazgos, las historias son las de los liderazgos. Muchas veces el contenido estrictamente político es nulo. Sencillamente son hipérboles del pulcrum que hace que lo estético sea el verdadero contenido trascendental de lo público y lo político, sea o no público o político. Aunque a la postre, lo termina siendo.
Este desdibujamiento o desaparición de límites es fruto de una doble aceleración, la aceleración de la dinámica de los sistemas sociales y políticos asociadas a la representación y su nuevo ropaje, tanto como a la aceleración de la transformación tecnológica digital y los consumos.
Se asiste a una pérdida de sustancialidad de los contenidos de campaña que genera una competencia de pequeños actos permanentes asemejados a un riego por goteo que termina inundando de pseudoacontecimientos a las elecciones sólo con la idea de convertirse en un hecho comunicacional, donde la calidad y densidad de su aporte político es secundario. Ser o existir en política, es comunicar básicamente.
A esto, metidos de lleno en elecciones, hay que agregarle la todavía vigente proposición de James Campbell de que el 90% de las campañas termina confirmando la tendencia previa que existía antes de que estas inicien. Esta tesis habla de que las campañas son procesos mayormente conservadores de una tendencia gestada en períodos anteriores a la oferta comunicativa electoral propiamente dicha. No niega la importancia de las campañas, sino que le quita peso determinante de cara al cambio y la novedad de tendencias en la mayor cantidad de los procesos, donde estos son más bien una confirmación o ratificación de lo que antes se estaba gestando.
¿Qué irrumpe entonces en una campaña para sacudirla, bifurcarla o modificar tendencias previas? La acontecimentalidad de lo no previsto. Lo que no era preestablecido ni estaba pensado. Lo desconocido, lo extraño, lo desconcertante. Como dice M. Lazzarato, aquello que crea posibles que no tenían existencia previa.
La acontecimentalidad es lo más parecido a un accidente, a lo aleatorio, que adquiere sentido una vez dado, no antes. Forma parte de lo imprevisible, ajeno a leyes y conceptualizaciones. Son surgimientos inéditos. Como se ve, nada más alejado de la mayoría de las estrategias electorales. Sí, de esas estrategias que inciden poquito.
Si un acto sucede y no hay una cámara para reflejarlo, ¿sucedió?
El tránsito de campañas mediáticas a hiper mediáticas (en pandemia) podría ser casi un dogma para afirmar que esa frase (verosímil, pero no verdadera), es bastante útil para describir el presente de la comunicación, tanto en lo que se quiere mostrar, como en aquello que debiera quedar ahí, dormido, oculto, guardado.
Bien plantea Luciano Elizalde que todo lo que no quieras que se sepa, no lo hagas. Las crisis producidas por escándalos son, sin duda alguna, parte de la acontecimentalidad no prevista, al menos para la mayoría de votantes. Los escándalos encuentran a sus actores desprotegidos, sean de tipo sexual, de transacciones ilegales financieras, de abuso de poder o de filtraciones tecnológicas que suelen expandir a algunas de las categorías mencionadas siguiendo la célebre categoría de J. Thompson.
El rango de riesgo político no está acotado. Es un riesgo de 360 grados. El sociólogo alemán N. Luhmann afirma que desde cualquier lado y por situaciones impensables pueden caer en situaciones de crisis porque la política es sensible a actuar preventivamente ante todas las exigencias, por más excesivas que pudiesen ser. Pero no toda crisis asociada a escándalos genera grandes movimientos o corrimientos electorales. F. Jímenez y M. Caínzos han hecho un trabajo loable al compilar muchos estudios de escándalos en el mundo para concluir que estos tienen cierta influencia -nada despreciable- sobre el voto, pero su impacto electoral no suele ser demasiado pronunciado y, en muchas ocasiones, no da lugar a la derrota electoral de las candidaturas o del partido.
Incluso en situaciones de derrota, hay evidencia de que los resultados electorales conseguidos por partidos (analizando elecciones en España y Grecia por ejemplo) fueron mucho mejores de lo que aventuraban la mayoría de los pronósticos cuyas explicaciones comparten más bien un tono moralizante que se queja de la falta de actitudes cívicas en los ciudadanos griegos o españoles que les incapacitaron para castigar con más severidad a los partidos por estos escándalos.
La literatura coincide sustancialmente en afirmar que, tras un escándalo, hay un número muy importante de votantes que siguen apoyando a un candidato o a un partido incluso aunque esté acusado de algún comportamiento irregular. S. Reed analizó 153 políticos japoneses a lo largo de comportamientos escandalosos en décadas y encontró que las reacciones de votantes japoneses eran parecidas a las del mundo occidental: dos tercios de ellos fueron electos y la variación fue de 2,5% del total del electorado. Cerca del 2% es lo que varió el voto obtenido tras escándalos en elecciones de congresales en EEUU según estudios de J. Peters, J y S. Welch
Incluso hay elementos para considerar. Los escándalos producen más efecto mientras más alejados estén del proceso electoral. Dado que los escándalos son frecuentemente meros shocks externos que tienen una duración efímera y unos efectos transitorios, un factor clave en la repercusión electoral de estos fenómenos es la distancia que exista entre su surgimiento y el momento más decisivo del proceso electoral.
Pero lo más importante, quizás, es que el contenido del escándalo no siempre se constituye en un monotema excluyente y, por ende, los efectos son moderados porque existen otros temas que preocupan a votantes.
Además, aparece el juego de alternativas y de los sistemas de partidos. Jamás se niega la repercusión pública que suele ser inmensa, incluso afectar sustantivamente las imágenes personales o institucionales, pero no hay que dejar afuera elementos como: si hay voto obligatorio (ello frena la abstención que sí suele producir corrimientos electorales) y si hay opciones que hagan posible salir de la idea de votar lo menos malo a un voto de más satisfacción. En sistemas con grandes partidos consolidados o grandes coaliciones consolidadas, la idea de grandes alteraciones electorales es algo más bien atípico.
Sí se dan relaciones causales indirectas que afectan la campaña, como el reacomodo de las conductas y las estrategias. Se ajustan los papeles en la obra teatral electoral. Por ende, un escándalo forma parte de lo no estratégico, de la acontecimentalidad que sacude la monotonía electoral, pero los grandes efectos electorales derivados de esto, son sólo un acto en potencia que, pareciera, no suele ser la situación predominante en los estudios electorales. Esto no explica quién gana o quién pierde, sí explica que los juicios morales sobre un escándalo no son sinónimos de votos necesariamente.