COLUMNISTAS

Ideología y poder en una nueva era imperial

En el siglo veinte, los liderazgos políticos buscaban transformar el mundo, publicaban libros, querían influir con su visión de la cosas. Hoy los países centrales sólo pelean para dividirse el Globo, en nombre de la gloria y la seguridad. Por María Esperanza Casullo
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21-05-2022
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En 1902 Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, publica “¿Qué hacer?”. Tres años después estalla en Rusia una revolución que será aplastada. Se exilia. Continúa escribiendo. Vuelve a Rusia en plena Guerra Mundial y participa del derrocamiento del Zar en febrero de 1918. En el verano boreal se sienta otra vez a escribir y publica “El Estado y la Revolución”. Unos meses después su partido, el bolchevique, tomó el control del proceso revolucionario y desplazó al resto de los partidos.

En 1917, Mao Zedong se muda a Beijing, donde consigue un trabajo como asistente del bibliotecario Li Dazhao. Dazhao, uno de los primeros comunistas chinos, publicaba artículos sobre la Revolución de Octubre, que eran discutidos (junto con el canon marxista) en su grupo de estudio. En este grupo de estudios Mao se termina de inclinar hacia el Marxismo.

En 1925 nace en La Martinica, entonces colonia francesa, Frantz Fanon. En 1944 logra escapar del bloqueo de la isla e integrarse al ejército francés contra el nazismo. Luego, en Algeria, se integra al Frente de Liberación Nacional y crea la psiquiatría comunitaria. Antes de morir en el exilio publica “Rostros negros, máscaras blancas” y “Los condenados de la Tierra”. Una generación entera de líderes socialistas o pan-africanistas se inspiraron en sus escritos. Patrice Lumumba en Congo, Thomas Sankara en Burkina Fasso, Jommo Kenyata en Kenia, Kwame Nkrumah en Ghana, entre otros. Algunos llegaron al poder, otros, como Lumumba y Sankara, fueron asesinados en golpes planificados o llevados a cabo por la CIA. Todos, sin embargo, fueron más que simples aspirantes a una presidencia. Se transformaron en ejemplos de una época. 

Letras y revoluciones. Ideología y poder, quizás uno de los sellos más relevantes de la política del siglo XX, hoy parece casi un fantasma.

Ni hablemos del efecto que las disputas ideológicas del siglo veinte tuvieron en Latinoamérica. Durante el siglo veinte Latinoamérica fue un fermento de ideología y de política. No sólo como una región receptora, sino como productora ideológica. Para comenzar, hay que señalar que ideas clave del pensamiento institucionalista y multilateral que luego serían un eje del orden de posguerra nacieron en Latinoamérica. El jurista argentino Luis María Drago codificó el ideal de no-intervención; las cumbres de estados americanos (que se realizan desde 1826, mucho antes que la Liga de Naciones) fueron el marco en donde los estados latinoamericanos impulsaron los ideales de no intervención, que fueron aceptados por Estados Unidos en la conferencia de Montevideo de 1933. Figuras clave de la región, como José Carlos Mariátegui, Fernando Henrique Cardoso, teólogos de la Teología de la Liberación renovaron el pensamiento anticolonial.

Esa potente idea acerca de la política, no era exclusiva de la izquierda, la cual sin dudas rendía culto a estás premisas. Experiencias de derecha incluso autoritarias o totalitarias creían firmemente que el mundo podía, o incluso debía, ser previamente diseñado y luego ese plan, ejecutado.

La ideología, en síntesis, ocupó un lugar preponderante en la política global y nacional durante el siglo veinte. Esto era algo nuevo en términos históricos: el autoritarismo “de viejo tipo” podía no serlo: el déspota de viejo cuño sólo pretendía mantener el poder (pensemos aquí en un Alfredo Stroessner en Paraguay, por ejemplo). Los movimientos de masas (tanto por izquierda como por derecha) del siglo pasado eran diferentes: no sólo querían ocupar y mantener el poder, sino también transformar el mundo de acuerdo a una cierta visión predeterminada. Esto no significó que los liderazgos desaparecieran. Nunca podrían hacerlo, ya que, en la definición de Max Weber “la política es liderazgo independiente en acción”. Al contrario, el siglo veinte fue, para bien y para mal, el siglo de los liderazgos en pugna. La política de masas y los medios de comunicación permitieron que las imágenes y las voces de esos y esas líderes llegaran casi a cada hogar del mundo. La cuestión es que esos hombres y mujeres hacían algo más que simplemente dar órdenes: expresaban visiones del mundo. Publicaban libros, armaban conferencias, invitaban intelectuales. Así, sus visiones podían viajar sus propias fronteras. Sus voces, sus libros, sus discursos nacían de su práctica política, pero la trascendían.

 

Un nuevo siglo diecinueve

Es difícil imaginarse algo así de ninguno de los líderes políticos actuales. Ninguno de ellos parece muy interesado en generar visiones consistentes del mundo que puedan inspirar a otros a la acción. Son, por así decirlo, muy poco inspiradores. A lo sumo, tienen ciertos proyectos, ciertas ideas que no llegan mucho más allá de sus propios países.

Bajo el comando de Vladimir Putin, Rusia tomó la decisión extrema de invadir Ucrania e iniciar una guerra de viejo estilo en territorio europeo. Pero, ¿responde esa decisión a una cuestión ideológica? No parece, salvo que “ideología” signifique “volver a las fronteras del Imperio Ruso”. Putin no tiene una visión económica alternativa al capitalismo, ni ofrece ninguna solidaridad a naciones oprimidas. Sus explicaciones de la intención de “desnazificar” Ucrania fueron sumamente superficiales, y contradichas por los crímenes cometidos con la población civil.

Inversamente, Estados Unidos parece estar también en un momento de agotamiento ideológico. Su posición internacional se ha visto fortalecida, simplemente porque sigue siendo el único poder militar que puede efectivamente hacerle frente a Rusia. Pero Joe Biden no ha transmitido ninguna nueva visión mundial que pueda darle algún aliento a los países que desconfían del país americano, y sigue siendo notoriamente tacaño en su asistencia a los países del tercer mundo.

Podríamos contrastar otro ejemplo, el de China. Ciertamente China es el único país que a mediano plazo podría amenazar la hegemonía norteamericana, pero el ascenso  económico de la nueva potencia no se ha visto acompañado de ningún activismo ideológico especial. No hay una nueva Internacional Socialista bajo su control; China no parece muy interesada en generar libros o documentos para consumo global masivo, ni parece tampoco preocupada en conseguir la solidaridad política de sus países asociados organizando un nuevo Movimiento de No Alineados o algo por el estilo.

Ni hablemos, finalmente, de la Unión Europea. La UE se creó luego de 1945 como algo mucho más ambicioso que una simple zona común económica: era una proyecto civilizatorio, la coronación de la ideas de democracia, comercio,  liberalismo (que supuestamente eran casi exclusivamente europeas) concretarían una era de paz perpetua que sería un verdadero faro de inspiración para el resto del mundo. Pero ese ideal comenzó a agrietarse con la crisis financiera del 2009, siguió con Brexit, y lo está ahora. Ninguno de los actuales líderes europeos parece ni poder ni estar interesados en hablar por la región, sólo por sus países.

No se trata de ser nostálgicos por la Guerra Fría, una época en donde la paz (precaria) en Europa y Estados Unidos fue pagada con el precio de empujar la violencia y la guerra a las regiones periféricas, como Africa, Asia, y Latinoamérica. Sólo de señalar que el momento actual genera sus propias amenazas: una especie de nueva era de expansiones imperiales, como las del fin del siglo diecinueve, en donde los países “centrales” luchan por dividirse el globo en “zonas de influencia” sin otro fundamento que supuestas nociones de gloria o seguridad nacional.