COLUMNA EDITORIAL

Esto no se parece a una olla a presión, es una olla a presión

Por Mario Riorda - Politólogo y activista de la comunicación política. Presidente de la Asociación Latinoamericana de Investigadores en Campañas Electorales (ALICE)

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Mario Riorda Mario Riorda 06-05-2021

En un clima extraordinario, el Laboratorio de Psicología Social Aplicada de la Universidad de Buenos Aires nos demuestra que tan extraordinario es. Lo que inició en el 2020 se demuestra en tres sensaciones actuales predominantes en Argentina: tristeza, miedo y preocupación según una investigación nacional de 3.078 casos en marzo de este año. Escepticismo puro. 

Esa excepcionalidad toma forma más alarmante aún con datos brutales como este: en Brasil, la COVID-19 redujo cerca de dos años la esperanza de vida que venía creciendo sostenidamente desde 1945. Mortalidad “catastrófica” es la consecuencia de la pandemia según un grupo de autores de la University of Harvard, Universidade Federal de Minas Gerais, University of Southern California y Princeton University. 

En el mundo, en términos políticos, los oficialismos vienen siendo castigados en las elecciones en pandemia a nivel mundial, los consensos para gobernar se tornan precarios y, probablemente, los ciclos políticos sean más breves.

Es obvio que un gobierno no puede estar ausente del posicionamiento y la respuesta de las demandas prioritarias. Al menos no mucho tiempo. El tema es que hoy son varias las demandas prioritarias. Yamile Mizrahi sostenía que en un entorno competitivo los gobiernos no sólo tienen que hacer las cosas mejor, sino que tienen que lograr convencer a la población que están haciendo las cosas mejor que lo que ofrece la oposición. La máxima que se desprende de esa afirmación es demasiado importante: la buena gestión pública no reditúa electoralmente si las prioridades de la gente no son satisfechas.

Esto significa que los gobiernos no pueden prescindir de su rol frente a cualquier tema de agenda y que la ciudadanía debe percibir esto. Pero de modo preponderante, inevitable e imperativo, esto que parece una obviedad, no lo es tanto, porque la ciudadanía no siempre percibe que el Gobierno actúa, especialmente en las demandas prioritarias y, mucho más concretamente, en demandas excepcionales como las de una pandemia.

Situémonos en la economía. La economía es un velo. Simplificadamente: tapa, minimiza o desdibuja a muchos otros temas cuando funciona bien. La teoría del voto económico parte del supuesto de que la ciudadanía, al razonar políticamente, hace una extrapolación lineal del desempeño económico que se ha tenido hacia lo que ocurrirá en el futuro y, de acuerdo a esas predicciones, formula posturas de apoyo u oposición hacia el gobierno. Tanto es así en esta teoría que, incluso, existe una categoría dentro de ella que se denomina voto de “bienestar general”, que si bien entiende que -mayoritariamente- cada cual se preocupa de su seguridad o felicidad más que de la seguridad y felicidad de los demás, hay situaciones en las que alguien, estando mal hoy, ve proyectado su bienestar en lo bien que están los demás.

Pero, por el otro lado, cuando la economía no funciona adecuadamente -como ahora y desde hace varios años en el país-, ese velo se corre o se levanta y permite o hace aflorar otros temas paralelos o marginados en su impacto previo. No siempre se trata de temas nuevos pero la rareza de este momento es que, todo lo que pueda aparecer, convive una demanda impactante como es la protección de la vida en medio de un riesgo elevado. 

Y si bien el comportamiento electoral es como un “embudo causal”, al decir de Angus Campbell, lo que quiere significar que son muchos elementos que explican una conducta o motivación del voto, este embudo es el modo con él que se evalúa a los gobiernos. Pero también con esa complejidad se evalúa a una oposición desconcertante a la que cualquier tema le queda bien para oponerse. La oposición depende de un barómetro: detecta que algo ejerce presión y lo usa, sea o no verdadero, sea o no ético.  

Si bien es cierto que la percepción de eficacia gubernamental desciende si la demanda no atendida es muy grande -y eso pasa hoy en Argentina-, máxime en una situación lejana a una bonanza económica, también es cierto que la oposición se desdibuja frente al cálculo exacerbado, el oportunismo cínico, y una colección de causas y micro causas que se expresan en las manifestaciones como recolectoras sin filtros del descontento social. Mucha de la política tribal se basa en la auto celebración, expresada desde perspectivas prejuiciosas y en extremos ideológicos, en zonas de confort aplaudidas por los propios, avalando incluso a formatos negacionistas y antidemocráticos.

Hacía rato que no se mezclaba tanto la agenda electoral, la gubernamental, la del riesgo y de la crisis. Es una rareza un fenómeno de tormenta tan perfecta. Y todavía hay más. Del análisis de millones de artículos de prensa, Tahsin Saadi Sedik y Rui Xu elaboraron un índice de malestar social que cuantifica la probabilidad de una explosión de protestas como consecuencia de hechos como la pandemia. Desde 1985 y estudiando 130 países, relacionan los casos de estallidos sociales con 11.000 diferentes acontecimientos ocurridos desde los años ochenta. Incluyen desastres naturales como inundaciones, terremotos o huracanes, así como epidemias. ¿La conclusión? El máximo riesgo de crisis política es a los dos años del pico de la pandemia porque esta “pone de manifiesto las fracturas ya existentes en la sociedad: la falta de protección social, la desconfianza en las instituciones, la percepción de incompetencia o corrupción de los gobiernos”. Durante una pandemia o inmediatamente después, es posible que los daños a largo plazo en el tejido social, en forma de malestar social, no salten a la vista. De hecho, las crisis humanitarias tienden a impedir la comunicación y desplazamientos. Además, es posible que la opinión pública se decante por la cohesión y la solidaridad cuando los tiempos son difíciles. De hecho, el número de episodios significativos de tensión social ha caído en todo el mundo hasta su nivel más bajo en casi cinco años. Sin embargo, “a más largo plazo, la frecuencia de estallidos sociales se dispara” y aumenta el riesgo de disturbios y manifestaciones antigubernamentales. 

Sumado a ello, las crisis, con la irrupción de la gestión digital están en pleno proceso de transformación que dificulta su gestión. Las crisis de confrontación ocurren por un motor particular que las activa: el descontento social. Cuando se analiza la evaluación del poder confrontador, de acuerdo a Otto Lerbinger, aparecen algunos elementos típicos: movilización, territorialidad, capacidad mediática, tamaño, federalización, reputación, recursos.  Las  crisis actualmente, motivadas por la potencialidad de organización o de expansión y articulación de las redes sociales, en crisis de cierta magnitud y ya desde el arranque, le otorgan al poder confrontador movilización (aunque pudiera ser sólo digital), territorialidad y federalismo (en cuanto expanden y posibilitan un contagio disperso en cuestión de poco tiempo), tamaño (se vuelven escalables por incidentes publicados) y reputación (en tanto logran encuadres estigmatizantes de modo inmediato). Es decir que, en términos de potencialidad, la capacidad de expansión o explosión social es ya un hecho en cualquier fenómeno, máxime en un clima de tanta incertidumbre. Encima, aunque resulte difícil de digerir, gran parte de las tácticas de provocación ya no se mueven de dentro de normas sociales aceptadas sino más bien como acciones de desobediencia civil y este es un fenómeno internacional ya que ni siempre está del todo organizada una protesta, ni siempre tienen apoyo público inicial. Sobre lo que siempre trabajan es sobre alguna demanda o demandas concretas y sobre alguna vulnerabilidad organizacional. Como ven, más que posible hoy.

Nuestros contextos ya no se parecen a una olla a presión. Son una olla a presión. Economías devastadas, incapacidad estatal de respuesta integral, pobreza en niveles alarmantes y aumento de la desigualdad. “Desde el mediodía hasta las tres vimos todo aquello que se puede ver de una batalla, es decir, nada”, escribe Stendhal, de la batalla de Waterloo. La niebla de las batallas fomenta que las decisiones se fundamenten en la intuición porque se ve poco desde dentro. Por ende, mucho de los actos políticos no juegan con fuego, sencillamente, aunque no lo vean, juegan sobre el fuego.

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Redacción Mayo

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