El “discurso popularizante” representa la política al límite
La comunicación política es el intento de control de la agenda pública. Es la política en tanto acto de expresión pública, el modo en que aquella quiere ser -y es- vista. Requiere de cuatro elementos que la definen.
Instalación: La comunicación política es una bisagra que mueve constantemente el umbral que define y separa los temas de los que se hablará de aquellos que no formarán parte de la agenda.
Encuadre: Una vez que los temas se hacen presente, que forman parte de una plática social, los argumentos que hacen a cómo debatirlos y tratarlos, otorgan una cualidad semántica que los hace significar algo, funcionando como un filtro para su visibilidad.
Tono: Habla de la intensidad y el modo en que se presentan. Habla de la racionalidad o del drama con el que son expresados y abordados los temas.
Expectativas: Es el contrato futuro y lo que se espera de aquello que se habla. Las expectativas son un motor que dinamiza el debate público y funcionan como activadoras de alguna acción en particular.
Pero cualquier discurso político, de una u otra manera, cumple con estos elementos. Es verdad. Pero no todos tienen efectividad. Ahí, en búsqueda de la efectividad deseada (o perdida), aparece un tipo discursivo, novedoso, que describe un clima de época y que preocupa por su modo de aparición público: el discurso popularizante.
Permiso que estableceré un desarrollo conceptual para llegar a él. Fareed Zakaria acuñó el término democracia iliberal hace varios años. Refería a gobiernos electos democráticamente que creen tener soberanía absoluta en la representación popular y que actúan acomodando o cooptando la institucionalidad. Casi siempre se presentan con un estilo de centralización descontrolada y arbitraria en la toma de decisiones. Presentan retóricas cerradas y dogmáticas (muchas veces apelando a nacionalismos) y apelando a elecciones que los hace razonablemente democráticos.
La defensa de su estilo, enmarcado bajo algún formato de democracia iliberal, termina fundando su legitimidad en la desacreditación constante de la democracia liberal y con ello aparejando una erosión de la libertad en no pocos episodios, abuso de poder y divisiones sociales amparadas en profundas radicalizaciones. La democracia iliberal provee de discursos iliberales y no sólo hace referencia a un gobierno, sino a prácticas poco democráticas que también incluye las de la oposición.
La gran paradoja es que la democracia, como sistema, cobija prácticas poco democráticas. Las ideologías que pisan lo ultra o lo extremo, en cierto modo pierden su condición democrática, aun participando de la democracia. Ahí es donde aparece el discurso popularizante que, al ser una faceta iliberal, es poco democrático también.
¿Cómo entender un discurso popularizante? Definiendo lo que lo conforma. Lo popularizante toma sentido cuando todos los siguientes componentes se hacen presente simultáneamente, lo que nubla la condición de democraticidad de un actor o del discurso político, a saber:
Los sujetos hablantes son personas solitarias que no dialogan. La otredad, el sujeto (persona o institución) destinatario de la adversarialidad sólo es concebido para ser humillado, pisoteado. Hay un objetivo: no sólo que trastabille el rival, sino que caiga y además quede golpeado y estigmatizado. La anulación de su condición de adversario parte de un juicio moral categórico que quita de sustancia la validez y aptitud de las personas opositoras en el juego democrático. Humillación, provocación, escandalización son sus elementos. Por ende, la democracia es concebida como un juego de exclusión. Ganar es la muerte política del adversario.
Hay tribalización como colectivos cerrados. La soledad de los liderazgos es acompañada por fans. Las normas del consenso interno de los grupos, como acto tribal, prima por sobre las normas del consenso democrático. Celebración, exaltación y mitificación del liderazgo hacen a una distinción identitaria. Mientras más disrupción, más osadía, más devoción tribal.
Sin pretensión de verdad. Todo aquello que se quiere decir no requiere de veracidad ni lógica. Quien pronuncia estos discursos es un sujeto productor y proveedor de fake news. En su propia tribu, tiene capacidad de resignificar el pasado a cada rato, incluyendo la negación de la evidencia. El discurso, arrogantemente, se presenta como precientífico y premoderno.
Juegan al límite. El concepto de eficacia pragmática guía. La búsqueda de la máxima asertividad sin límites fácticos, éticos ni de formas de justicia. El discurso justifica los medios. Lo que sirve, no importa como se logra. Lo que sirve, no importa lo que daña. Lo que sirve, no mide consecuencias.
Funciona como mojón ideológico. El discurso popularizante es estridente. Se presenta con una estética asociada al histrionismo. Sin evidencia, pero con estridencia. Llama la atención y suele ser un punto ordenador del que la mayor parte del sistema político se diferencia. Son un eje que articula o modifica un nuevo continuum en el espectro ideológico.
Muchos creerán que esta descripción encarna en la figura de los nuevos actores del espacio libertario, como Javier Milei o José Luis Espert en Argentina. Sí. Pero como sostiene Carla Yumatle, la admisión explícita de la derrota ante un adversario político es la ficción propia y correcta de la democracia, una apariencia ceremonial que nos recuerda cada dos años la realidad de que los votos se prefieren por sobre la fuerza. Por lo que la acción del Frente de Todos frente a los resultados de la reciente campaña legislativa es una muestra de un discurso popularizante también. Ni verdadera, ni plenamente democrática al no reconocer su derrota, promueve el contraste ideológico, llama la atención, polemiza y excluye a futuros actores en la invitación al diálogo.
Nada distinto a las declaraciones de Mauricio Macri denunciando fraude antes de la campaña electoral y hablando de transición como si la derrota de un oficialismo implicase la caída del gobierno. Poco democrático es insuficiente para adjetivar semejante despropósito.
Argentina está llena de paralelismos en sus discursos. La promesa del presidente Alberto Fernández de cumplir "en los próximos dos años" los compromisos de campaña del 2019, es perfectamente equivalente a lo que fue el júzguenme a partir de ahora del expresidente Macri en relación con la pobreza. En ambos hay una negación del presente, búsqueda de futuro, poca relación con la realidad, polémica y celebración de los partidarios.
El encuadre asumido por el Frente de Todos tras la derrota (remontada épica, ganar perdiendo, pierde el que deja de pelear) es perfectamente equivalente a la consigna expresada en el hashtag #Soydel41% de Juntos por el Cambio en 2019. A favor de Alberto Fernández: de verdad tiene dos años todavía para mostrar la reafirmación de su promesa y la gravedad del contexto incluyó, además, una pandemia. Macri no pudo. A favor de Juntos por el Cambio: el encuadre del 2019 le ha servido para solidificar su identidad de cara a este 2021 y le fue bien electoralmente.
Como se observa con las grandes coaliciones en Argentina, como se observa también con la aparición libertaria en el país y en otras experiencias internacionales, el discurso popularizante no contribuye a una mejor democracia, pero curiosamente permite desempeños políticos que, en el marco de la experiencia democrática, algo de eficacia consigue a costa de jugar al límite. Un costo muy alto.
(*) Mario Riorda es politólogo y activista de la comunicación política. Presidente de la Asociación Latinoamericana de Investigadores en Campañas Electorales (ALICE). Director de la Maestría en Comunicación Política de la Universidad Austral. Consultor para gobiernos y partidos políticos en América Latina. Sus últimos libros: Cualquiera tiene un plan hasta que te pegan en la cara. Aprender de las crisis y Comunicación Gubernamental más 360 que nunca.