El escenario no es el de la insurrección comunista en la Indonesia de 1965 como narra la película que da nombre a este artículo, pero el título describe bien el último año.
El malestar social es innegable, pero no es nuevo en nuestro país ni en Latinoamérica, ni siquiera es producto solo de la pandemia. Cuando el Covid llegó, la desconfianza de la ciudadanía frente a las instituciones y sus representantes ya estaba ahí. La pandemia solo ha profundizado sus efectos y parece no dar tregua ni a ciudadanos ni a gobernantes.
Se actualizan entonces los debates sobre el crecimiento de la pobreza, las desigualdades y el descontento de la población, mientras crujen los pilares que sostienen a las instituciones sobre las que resisten las elites gobernantes. Algunos autores la denominaron hace años, «recesión democrática» (Larry Diamond). Ya en 2012, el Premio Nobel, Joseph Stiglitz advertía que a los desastres naturales, terremotos, inundaciones, volcanes, hay que añadir otro provocado por el hombre: la desigualdad. Todo modelo que no la aborde, explicaba, terminará atravesando una crisis de legitimidad.
Esta crisis y la falta de respuestas a las demandas ciudadanas, han desembocado en múltiples protestas que, a lo largo del continente, han ganado las calles. Volvieron los conflictos que en 2019 provocaron protestas sociales en Chile, Colombia y Ecuador, crisis institucionales en Perú y Bolivia, y cambios de signo político en los gobiernos de Argentina y Uruguay. El panorama social, económico y político de la región es alarmante y las democracias latinoamericanas están poniendo a prueba a sus líderes.
Paralelamente, se advierte a nivel continental el regreso de posiciones ideológicas más extremas. Algunos gobiernos, abiertamente de derecha, se declaran, entre otras cosas, xenófobos, racistas, misóginos, fuertemente opuestos a las demandas de los colectivos feministas y algunos ya han recurrido al uso de la fuerza, como Ortega en Nicaragua o Bolsonaro en Brasil, produciendo un “efecto derrame” en otros países de la región, con resultados inciertos.
Además, el desempeño de los partidos políticos, las dificultades de construcción de reputación de sus dirigentes, los cuestionamientos a los regímenes políticos e incluso, a la democracia misma, provocan un evidente y complejo desencuentro entre lo que el sistema ofrece y lo que la ciudadanía exige. Este desacople entre clase dirigente y ciudadanía tiene consecuencias preocupantes.
“No estamos sincronizando adecuadamente con las demandas y anhelos de la ciudadanía “declaró el presidente chileno Sebastián Piñera, luego de sufrir una dura derrota en las elecciones, especialmente la de constituyentes. No debe sorprendernos la derrota del oficialismo. Refleja un fin de ciclo de esa democracia tutelada que dejó Pinochet como parte de su legado político. Pero también debe leerse que fue una derrota de todo el sistema de partidos o espacios tradicionales.
Aunque con sus particularidades, nuestro país no es la excepción. En Argentina, la gran mayoría de las mediciones de opinión pública coinciden en una notable y destacada imagen negativa de la dirigencia política. Ya no llama la atención y tampoco condiciona candidaturas. El ex presidente Mauricio Macri ostenta una imagen negativa mayor a la imagen positiva y eso no lo excluye de integrar los primeros lugares en cualquier lista a la que se proponga dentro de su espacio político. Como él, casi todos los y las dirigentes del oficialismo y de la oposición.
Estamos en un año electoral. Los debates sobre campañas electorales negativas, hasta hace pocos años, dividían aguas entre consultores, asesores de campaña y candidatos. Hoy, hay unanimidad: todas las campañas son negativas. Los discursos políticos tienen fuerte impacto en la opinión pública y violentan los espacios de debate público. Dice Mario Riorda “Se han corrido los límites de lo políticamente correcto”.
Quizás la característica distintiva de nuestro país sea que el oficialismo, aunque disminuido en su consideración pública, pero de histórica base popular, ha logrado hasta ahora, contener a los sectores más vulnerables de la sociedad. Es la clase media empobrecida, pero todavía aspiracional, la que se siente abandonada por un Estado que, según su apreciación, se ocupa de los más vulnerables, pero se olvida de quienes aportan a la seguridad, a la salud, a la educación públicas y deben pagar en el sistema privado para asegurarse su prestación. Sufre también, a causa de la pandemia, la incertidumbre de pérdida del trabajo, de falta de atención de salud y se enfrenta a un futuro de jubilación incierta con un sistema previsional desmantelado.
Tal frustración social no obedece a factores ideológicos, pero si tiene un origen clasista. Las motivaciones son múltiples y, aunque no tienen una organicidad militante, comparten la experiencia vivencial de miedo al futuro y de ira por lo que consideran violencia institucional. Ahí es donde las posiciones políticas más extremas y radicalizadas, presentan una solución conservadora pero sencilla: la configuración de un imaginario nostálgico que promete orden, seguridad y mano dura.
Es cierto, deberán hacer algunas concesiones. Esta apelación a la restauración de un mundo pasado que fue mejor, esta épica de lucha puede multiplicar resentimientos y traducirse en violentas reacciones con victimas indeseadas, falsos próceres y daños colaterales.
Vivimos “La era del desorden”; así la llama un informe estratégico del Deutsche Bank de fines de 2020, que afirma que es muy probable que veamos un recrudecimiento de la violencia social que se va a manifestar en la persistencia de actos vandálicos que opacan otros tipos de expresiones pacíficas.
Argumentos utilizados hasta el hartazgo por los espacios políticos y por varios periodistas en la editorialización de muchos medios de comunicación: “esto va a explotar”! Una “rebeldía civil” animada, empujada hasta la irresponsabilidad. Ahora bien, esa realidad, ¿podría ser contenida si la oposición se convirtiera en oficialismo?, ¿Quedará espacio para la racionalidad y la convivencia democrática?
Incertidumbre, desigualdad, lucha de clases y generacionales nos marcarán en un futuro próximo. La respuesta a este año que vivimos en peligro, quizás sea que los partidos políticos profundicen los debates democráticos teniendo en cuenta que será necesario interpretar el clima de opinión y hacer gala de una profunda vocación por la búsqueda de consensos.
Como antes y como siempre, el desafío de la democracia transcurre entre ejes tradicionales: más democracia o más autoritarismo.